¡Esas manías de escritor! (I)

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Estas manías de escritor las vemos más a menudo de lo recomendable, e incluso se vuelven parte del estilo de fulano o mengano. No se puede decir exactamente que sean errores —hay quién incluso las defiende con la adarga de la RAE y el escudo de la semántica y la semiótica—, pero o rompen con la fluidez que debe tener la prosa o directamente dan risa (o grima).

Aunque la tarea de señalarlas es bastante inútil desde el punto de vista de un lector profesional y seguro que también adolezco de mil muletillas (es mucho más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio), vamos a comentar desde la guasa unas cuantas.

Podemos echarnos unas risas con ellas, pero ojalá y luego recordemos el buen rato a la hora de revisar nuestros manuscritos. Si eres autor novel ponle mucho asunto a lo que digo, y te ahorrarás unas cuantas muecas cuando alguien lea tu obra.

El gerundio improbable

Los gerundios tienen la magia del don de la tele portación —si no de la ubiquidad— cuando el autor se entusiasma con las acciones de sus personajes. Así, encadenan acciones que es imposible que sean simultáneas en la vida real.

No puedo, escribiendo este artículo, sacar el perro a pasear y tomar café en la terraza. Este error de estructura es tan frecuente que muchos autores de renombre recomiendan de plano eliminar los “-ando -endo” de las obras. Así se evita que el gerundio —ojo, no “evitando así”— enrede la secuencia de sucesos.

No hay que llegar a ese extremo, pero si vas a colocar un gerundio, por amor de Dios que sea el apropiado, en el lugar justo.

To Gucci, to durako

¿Una forma barata de aparentar verosimilitud? Nada más fácil que insertar nombres de marcas conocidas en el relato y dejar que el bombardeo de la mercadotecnia haga el resto. Esta práctica, muy socorrida, es solamente justificable si Coca Cola u Honda te está pagando para que escribas.

Si no, no vale la pena. Corres el riesgo de que mañana la marca quiebre y tu genial referencia quede en una tontería desconocida (réquiem por la Smith-Corona y la Olivetti). Trasciende sin marcas.

Mimosos se atristaban los borloros

No me río para nada de la genialidad de Kuttner, pero este clásico ilustra a la perfección un recurso muy ridículo de los escritores del género fantástico. Muchos se inventan nombres geniales y altisonantes para especies exóticas que lucen y se comportan como simples unicornios, caballos, cangrejos, ositos o conejos.

Llamarles de otra forma no es inadecuado, pero alterar el lenguaje natural de la obra para hacerlos más interesantes de lo que son sin aportar nada es contraproducente. Es el equivalente a reescribir el Mio Cid llamando pferd a Babieca: no está mal, pero es una tontería. Cúrratelo si vas a sacarme una especie desconocida de la chistera.

Mírame, ¡soy Lovecraft!

El genio de Providence es uno solo y tiene nombre y apellidos: apilar adjetivos estrambóticos, leprosos, nauseabundos, purulentos, tenebrosos, troglodíticos y micóticos a un sustantivo no le van a ayudar.

Mucho menos si tu prosa impúdica y mefistofélica se engarza en apretado e infiel haz a la endeble y abatida paciencia de tu oscuro y contumaz lector. ¡Asca!

Yo no dije lo que él dijo

Para los lectores hay ciertas palabras que son invisibles: las echamos en falta, pero basta con verlas para que las olvidemos de inmediato. Una de esos comodines es el “—dijo Zutano.”, que nos guía claramente sobre quién dice qué en una conversación y es completamente segura de usar.

Pero en el afán de no repetir palabras, muchos escritores se las gastan en encontrar formas novedosas de sustituirlo. Al final suenan tan rimbombantes que los diálogos pierden toda su naturalidad.  Los “replicó Zutano”, “inquirió Zutano”, “espetó Zutano” y hasta “vomitó Zutano”  deben evitarse, en especial si la frase de diálogo tiene poca relevancia con el verbo que la acompaña.

El adverbio de utilería

Hablando del “dijo” y sus variantes torcidas, para hacerlo lo peor posible algunos autores lo convoyan con un adverbio inadecuado y colorido.

Un “dijo Zutano atropelladamente” o —más mal entodavía— “balbuceó prestamente Zutano” recuerdan las novelitas de Corín Tellado al final de las Vanidades y nada tienen que ver con el arte de construir un buen diálogo, que vaya al hueso y diga lo que quiere decir sin necesidad de florituras.

¿Cómo se llamaba la caperucita roja?

No lo sabes porque nunca se dijo. De forma análoga, algunos escritores son parcos a la hora de nombrar a sus personajes y evitan, sin ningún fundamento, decir su nombre.

El autor enfermo  de este “síndrome de Voldemort” usará a menudo términos como “la rubia despampanante”, “el alienígena caleidoscópico”, “el fornido detective” o “la madre de los tomates” en lugar de decir por las claras Fulano, Mengano o Zutano.

No es que esté particularmente mal, pero ¿y si hay dos detectives cachas en la habitación? ¿O nos adentramos en un harén de rubias despampanantes? Otro contratiempo de esta manía es que mientras más llamativo y bizarro el adjetivo, más se nota. Ante las dudas, diga usted el nombre del personaje de nuevo, que sin exagerar no hace daño.

El cliché romanticón

Es común en los títulos, pero igual en los textos encontramos palabras que están coladas a posta para forzar respuestas emocionales en el lector. Es cierto que estas evocan imágenes de probado lirismo, pero vamos: de tan manidas, ya aburren.

Para aquellos de mirada tierna y corazón místico, algunos ejemplillos: “canción”, “danza”, “estrella”, “lágrimas”, “poeta”, “sueño”… y de seguro que ya les viene a la mente el título de algunos libros que han apelado a la botonería romántica para que los compres.

Con la enciclopedia bajo el brazo

Nada como unos cuantos latinajos y palabras rimbombantes para demostrar lo bien que un autor escribe, ¿cierto?

Falso: hasta el mismo Umberto Eco —profesor universitario de prestigio y autor de numerosos ensayos sobre semiótica, estética, lingüística y filosofía— aburría un mundo cuando se ponía sesquipedálico. Así que a menos que escribas para ti mismo, deja tu prosa lo más limpia posible: que el lector vea las rosas y no las malas hierbas que con tanta saña has plantado (para lucir inteligente).

Y tú, ¿cuál de estas manías tienes? Como sé que no eres lo valiente para dejarlas dichas abajo en los comentarios, pues dime las que tengo yo… si eres guapito.

Si no, pues dame un me gusta, ¡bien sabes que es verdad! O compártelo en tus redes sociales, para que tus amigos maniáticos se enteren. O rebloguéalo. O qué sé yo.

¡Solo hazme saber que estás vivo y no estoy tecleando al éter!

(Continúa aquí)

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6 comentarios en “¡Esas manías de escritor! (I)”

    1. Alister Soca.

      Tengo una regla con los gerundios: si te das cuenta que están ahí, es por el abuso y mal uso. De las marcas y nombres ‘geniales’ te apoyo en un 100%. Palabras domingueras, solo usarlas si no existe otra forma de explicar algo; o sea, que no tenga sinónimo. El dijo, dice o sus etcéteras deben contar -en el caso de otro símil- con la fluidez de lo narrado o, si o si, en concordancia con algún sentimiento extremo que lo amerite, sino suena forzado. De la Caperucita, solo puedo agregar que, si no dije antes que era roja, la iteración causa redundancia. Los clichés romanticones son tediosos, sí, toda la razón. En resumen, siempre los excesos son malos. Al tocar piano uno puede ver que las notas están ahí por una razón, ese equilibrio es el que busco al leer y escribir. Saludos desde este boceto de huesos amparado por la carne putrefacta que me regalan los años… ja, ja, ja; broma.

  1. Hola, me di un brinquito por acá desde El Último Puente y he estado fisgoneando. Este artículo me lo guardo, muy bueno. Y ya que estoy, sigo trasteando el blog, tienes entradas que pintan muy interesantes. Un saludo!

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