La última mentira

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Luego que Pinocho fue transformado en un niño de verdad, premiado con oro, casa y la salud de su padre, le preguntó a Gepeto:

—¿Dónde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?

—Helo ahí —contestó Gepeto, y le indicó un gran muñeco apoyado en una silla, con la cabeza inclinada a un lado, los brazos colgando y las piernas cruzadas y dobladas por la mitad, de tal forma que parecía un milagro que se pudiese sostener derecho.

Pinocho se volvió a contemplarlo y, cuando lo hubo observado un poco, dijo para sí con grandísima complacencia:

—¡Qué cómico resultaba yo cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy ahora de haberme transformado en un chico como es debido!

Más, en ese instante, tocaron a la puerta con recios golpes. Pinocho, muy feliz, fue a abrir a los gendarmes, que eran quienes aporreaban los maderos.

—Muy buenos días tengan los señores. ¿En qué les puedo ayudar?

Ellos quedaron un poco mosqueados y conferenciaron, mirando una hoja de papel. Se rascaron cada cual su cabeza quitándose los tricornios, se los pusieron y luego plantaron el dibujo frente a la nariz de Pinocho.

—¿Ese eres tú?

—Sí y no —sonrió el niño, reconociendo su antigua cara de madera—. Era yo, como pueden ver en aquel taburete. Pero ahora soy un niño de verdad.

Los soldados vieron el muñeco inanimado reposando en un ángulo raro, al niño y al dibujo. Luego, se echaron a reír.

—Bueno, no podríamos decir. El dibujo no es muy bueno: hora podrías ser tú, hora el títere.

—Les garantizo, señores, que ambos son la misma persona —intervino Gepeto.

—Mmm…¿ventrílocuo?

—Un poco más que eso —repuso Pinocho con alegría—. Hasta ayer era una marioneta viva. Hoy, el Hada me ha convertido en un niño de verdad.

Los carabineros asintieron condescendientes.

—¿Tenía el Hada los cabellos azules, muchacho?

—¡Sí, sí! Primero era una niña, y luego fue mi mamá.

—Y te dio cuarenta monedas de oro…

Pinocho se sorprendió y sacó su monedero nuevo, haciéndolo tintinear.

—En efecto. ¿Cómo podrían…?

—Vienes con nosotros.

—Pero, ¿yo que he hecho?

—Para comenzar, se te acusa de ser un mentiroso redomado. Hemos apresado a la Zorra y el Gato, que han confesado que eres el líder de su banda. La lista de tus delitos es tan larga que el magistrado necesita tres amanuenses para sostener el pergamino mientras lee. Ese muñeco, que usabas para engañar, y las cuarenta monedas que tu compinche de peluca azul robó anoche al príncipe, son prueba suficiente.

Pinocho retrocedió dos pasos alzando las manos.

—¡Un momento, caballeros! ¡Un momento! Yo no he hecho tales desmanes. Yo ya no miento: me he redimido y vivo trabajando para el campesino de al lado, para cuidar de mi padre.

Los carabineros se miraron significativamente, y sacaron sendos pedazos de cera cada uno. Poniéndoselos dentro de las orejas, uno dijo mientras el otro sacaba cuerdas y pañuelos.

—Ya nos han advertido de la habilidad de tu lengua, bribón. Basta que abras la boca para que las mentiras empiecen a fluir, así que hemos venido preparados.

Pese a las protestas de Gepeto, los guardias maniataron y amordazaron a Pinocho. Cargándolo en andas, lo llevaron por el camino a paso ligero rumbo a la ciudad. Mientras se alejaba de casa, el niño se fue serenando: al fin y al cabo, de peores situaciones había salido antes y esta vez no tenía ni siquiera que mentir, porque era inocente de todo.

No se preocupó cuando le echaron como un fardo en prisión. A la hora de la comida, un carcelero con cera en los oídos le sirvió una sopa aguada y un pedazo de pan y montó guardia a su lado con un gran cucharón de madera. Cuando le quitó la mordaza, le prometió —por sus hijos y los cerditos que criaba en su patio con las sobras del rancho— que si abría la boca para cualquier otra cosa que no fuese comer, le daría con el cazo en la cabeza. Promesa que cumplió cuando, luego de dos bocados, Pinocho no pudo resistir la tentación y empezó a protestar. Como ya no era de madera, el golpe lo desmayó y quedó a medio almorzar, con un hilillo de sangre corriéndole por la frente.

Al día siguiente, luego de tan poco reparadora noche sobre la roca, la paja, las chinches y los ratones donde iban ellas montadas, Pinocho fue llevado al juzgado. Fue un juicio extraño donde el acusado no pudo defenderse, porque el magistrado conocía de su fama de mentiroso y mandó a coserle con hilo la boca. Primero testificó el maestro Cereza, que le acusó de posesión diabólica de un trozo de madera, o al menos de incitar con lengua viperina las discordias entre vecinos. Subió luego al estrado el fantasma del grillo que Pinocho mató con el mazo, acusándole de grillicidio. Los asesinos testificaron que Pinocho tenía un trato con el Diablo y podía eludir la muerte, entrando y saliendo del cuerpo del muñeco de madera a voluntad. Fueron así sucediéndose cargos y acusaciones: secuestro y venta como esclavos de sus compañeros de aula, mendicidad, estafa, robo, hurto, matanza de garduñas, vagancia, pesca ilegal de ballenas, trifulcas diversas, incumplimiento de contrato… en fin, que en verdad se necesitaron tres amanuenses para sostener la lista.

Muchos fueron los testigos y nada pudo decir el niño Pinocho, mientras todos señalaban al muñeco de madera —que estaba atado junto a él en el banquillo de los acusados— como culpable de sus males, y a Pinocho como artífice y titiritero de todo. No podía ni decir que no con la mano, atado cuál estaba, y en parte tenía que reconocer que, visto desde otro ángulo, todos tenían razón. Hasta el pobre Gepeto tuvo que reconocer, tembloroso en el estrado y apocado por el ingenio del abogado, que Pinocho le había robado, pegado, estafado, casi asesinado y denunciado falsamente a las autoridades.

El toque de gracia lo dieron el Gato y la Zorra, que tergiversaron paso a paso todo lo que Pinocho había hecho en su antigua vida, haciéndolo quedar como el mayor tunante del mundo. El magistrado les dio las gracias por haber denunciado a la mayor mente criminal de la ciudad y les eximió de sus pecados, pese a que en medio de la declaración el niño logró aflojar la costura de sus labios y protestó airadamente a través de un hilillo de sangre, lo que le valió otro golpe de cucharón. Antes de desmayarse, tuvo que sufrir la sonrisa de los dos tunantes. Cuando pasaron a su lado, la Zorra le dijo quedamente: “Deberías habernos ayudado cuando tuviste oportunidad. No mostraste piedad, así que tampoco nosotros”.

Al volver a la consciencia, el juicio había terminado y la sentencia, hecha. Teniendo en cuenta la capacidad de eludir a la muerte que Pinocho había demostrado con anterioridad, el magistrado lo condenó a todas las formas al mismo tiempo: Pinocho sería quemado vivo, ahorcado, ahogado, engullido por el terrible Tiburón… y fusilado y decapitado también, por las dudas.

No obstante, Pinocho no había perdido la esperanza. Sabía que sus últimos años de ser bueno serían recompensados… el Hada Azul lo había hecho un niño de verdad, ¿no? Y siempre había estado allí para salvarle.

Así la llamó a voces cuando el verdugo le descosió la boca, para que gritase a sus anchas, atado al poste con la pira a sus pies. Pinocho se desgañitó llamando a su benefactora que tantas veces le había salvado, pero quedó mudo cuando el verdugo levantó el capirote por un instante mientras acercaba la tea a la leña. Una boca enmarcada en bucles azules le sonrió triste y dijo: “Tanto va el cántaro a la fuente, Pinocho. Tanto va el cántaro”.

Fue entonces que, en el último momento, Pinocho entendió las verdaderas razones por las que el Hada le había convertido en un niño de verdad y lamentó no ser como antes de madera. ¡Ay de los que mienten y luego esperan que se les crea siempre, que siempre les saquen las castañas del fuego y que les perdonen! Inevitablemente, todas las malas acciones tendrán consecuencias equivalentes.

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