Álex Padrón, Claudia Paradeda & Sergio Gaut vel Hartman
(Cuento colectivo de Taller 9. Publicado en el blog Sinergia)
La habitación era claramente siniestra, valga el oxímoron. El cielorraso parecía estar a tal altura que solo podría alcanzarse utilizando un avión y la población de arañas debía ser semejante a la de China, si me guío por la cantidad de telarañas que colgaban formando una espesa red.
La ventilación brillaba por su ausencia, ya que la única ventana, demasiado pequeña, estaba cerrada, casi diría soldada, y protegida por un nudoso enrejado. Sobre una mesa vetusta, en uno de los rincones, una lámpara lanzaba una luz amarillenta que proporcionaba la escasa claridad del ambiente, solo acrecentada un tanto porque Hertzfeld portaba una potente linterna en su mano izquierda.
No obstante, una vez acostumbrada la vista a la penumbra, pude divisar, sentado en un sillón tapizado con una marchita pana de color indefinible, a un hombre vestido de negro, de avanzada edad, si me guío por la abundante y canosa cabellera. Su rostro estaba envuelto en sombras, como casi todo en aquel aposento, y tardé algunos segundos en registrar sus reales características anatómicas. No era viejo, en absoluto, quizá no había llegado siquiera a la cuarta década de vida, pero la expresión de sufrimiento que expresaba aquel rostro, acrecentado por el hecho de que el hombre carecía de piernas, me ubicó de inmediato en el objetivo de Hertzfeld para llevarme a ese lugar.
—Le presento al doctor Victor Bergssen —dijo mi colega.
—¿Para qué lo trajo, Hertzfeld? —graznó el lisiado con voz áspera—. ¿Cree que yo estoy interesado en compartir mis descubrimientos con esta… persona?
Sentí un rechazo que no pude disimular, seguramente mis feromonas me delataron. Yo necesitaba que me revelara sus descubrimientos para la evolución de mis propias investigaciones, que habían quedado estancadas en una laguna sin salida. Lo siniestro del lugar, el aspecto fantasmagórico del sujeto, ese universo de arañas que sentía amenazante, me hacían dudar entre huir espantado o afrontar mis terrores.
Cuando el hombre fantasma levantó su mirada hacia la población de arácnidos, comprendí todo. La decisión era de ellas, las que determinarían si era digno de conocer sus secretos.
Ya nada podía hacer, ni huir, ni rechazar lo que se precipitaría, debía someterme a la gran prueba. Ante su mirada, como si fuera una orden o una convención entre ellos, cayó sobre mí un ejército de arañas que recorrieron todo mi cuerpo. Primero quedé estático, el pánico me paralizó. Luego, de a poco, fui sintiendo las vellosidades de los cuerpos y patas de las arañas como algo agradable. Comenzó una comunicación erótica, sensual entre ellas y mi piel. Las arañas, el hombre fantasma y yo, éramos casi un solo ser.
—A usted, ¿qué más le da quien sea? —farfulló Hertzfeld, mientras dejaba la linterna sobre la mesa y tomaba al lisiado en andas—. ¿Servirá? Esa es la pregunta que importa ahora.
Los artrópodos se apartaron un instante de mi rostro, mientras Víctor me miraba —no sin cierto desdén— de arriba abajo. Su boca hizo un mohín de desprecio y chasqueó los labios, pero asintió desde los brazos de su asistente.
—Un poco bajito para mi gusto, pero el tiempo apremia y supongo que, por unos días, habrá que conformarse.
Las arañas respondieron a una orden mental y anudaron mi cuerpo en apretados hilos de seda. No hubo dolor, mientras enterraban sus quelíceros en mi piel y me llenaban de saliva paralizante. Tampoco cuando hicieron torniquetes sobre mis muslos y sesgaron mis piernas con una precisión quirúrgica. Mientras las arañas tiraban de mi cuerpo mutilado hacia la maraña de hilos en el techo como una vulgar marioneta, contemplé con horror cómo Hertzfeld sostenía al doctor sobre mis extremidades cercenadas. Una miríada de pedipalpos cosió mis piernas a sus muñones y, antes de que me hubieran izado totalmente, vi a Víctor Bergssen hacer una cabriola con sus nuevas zancas.
Ahora, espero que los jugos digestivos de sus mascotas terminen de licuarme y contemplo los esqueletos de sus anteriores víctimas. Mientras, me pregunto con curiosidad y una extraña paz —la misma de la polilla que cae en la telaraña— que tal le habrá ido a Víctor en la entrega de los Nobeles de medicina.