Yadira Albet y Álex Padrón
(Mención de la 34 edición del
concurso Ernest Hemingway 2024)
En el instante en que deja el saco de yute en el suelo —cargado de paquetes de semillas revueltas con el pernil—, Ramiro tiene la certeza de que las cosas no marchan como deberían. Algo está mal, porque de lo contrario no estaría sintiendo ese martilleo detrás del ojo que le viene jodiendo justo desde que salió de la guardarraya.
La impresión de incomodidad crece mientras se acerca al conuco y silba sin respuesta. Ahora es una sospecha confirmada: las pocas gallinas se han enseñoreado del piso de tierra de la casa y el gallito pelón aletea desde la mesa de madera basta. El fogón está frío y, aunque no esperaba que oliese a café a estas horas, la manga carretera yace volcada.
—¡Ñiña! —brama y nadie responde a su voceo, pero ya sospechaba que la casa estaba abandonada. Si Sato no le recibió a ladridos y lengüetazos, si no tuvo que largarle la patada de rigor —no por maldad, sino para que no le hiciera trastabillar bajo el peso del saco—, es que Ñiña tampoco estaba en el bohío.
«Deben estar jugando por ahí. Qué desperdicio de tiempo».
Con un gesto de contrariedad, el hombre remueve los carbones, pone dos puñados de virutas empapadas en keroseno sobre las cenizas y aplica el fósforo. Arrima el taburete al hogar y vigila con el abanico hasta que vuelven a brotar las llamas. Pone el jarro mediado de agua al fuego y lo deja hervir. Mientras, limpia la manga de tierra sacudiéndola con la mano y pone dentro cuatro cucharadas generosas de polvo de café tostado. En tanto no falte el grano en las matas detrás de la faralla, puede darse el lujo de seguir usando aquel método. Pero ya es hora de comprar alguna cafetera vieja en el pueblo, si es que van a continuar en el palenque hasta la estación de las lluvias.
El ruido del hervor le distrae de sus pensamientos, así que pone el jarro con dos cucharadas de azúcar prieta debajo de la manga y vierte el agua lentamente a través del polvo. A hilos comienza a caer el café carretero, hasta que solo queda borra. Revuelve el líquido con otra cucharada de azúcar para que pierda algo de amargor y trasvasa un poco a su vasija de plástico naranja. Luego, vierte más agua a la manga y reserva la parte de Ñiña. Ni ella ni Sato han regresado y ya el sol ronda las tres de la tarde.
Con una guayaba mordida y el machetín al cinto, Ramiro cuelga el pernil de puerco en la percha de la cocina, lejos del alcance de las ratas. Decide que es muy pronto y hay buena corriente de aire: el mosquitero no es necesario justo ahora. Bufa una vez más, incómodo. Liquida su café de un sorbo y sale al monte a buscar a la pareja juguetona. Pero algo está mal: el martilleo detrás del ojo se lo anuncia. Por la provisión de leche en polvo y raspadura, Ñiña hace al menos un día que no viene a casa.
Parches de luz rompen por todas partes la oscuridad del monte profundo, mientras Ramiro avanza y vocea. Entre las ramas se asoma de cuando en vez el gris pizarra de la faralla, allí donde los parches de hierba trepadora no tienen lugar de asiento. En honor a la verdad, esta ruta es tan aleatoria como cualquier otra. El hombre la toma porque sabe que los plantíos de plátano y las huertas de tomate no son el sitio predilecto de juego de sus cachorros.
Llegará justo hasta la cañada y regresará, decide. Ir más lejos no tiene sentido y la noche se acerca. Ya, si eso, mañana recorrerá el largo trillo hasta las matas de mango de Kinkito, con tan pocas esperanzas de hallazgo como las que tiene ahora.
No obstante, hay suerte. O no tanta. Al lado del camino a la cañada, en un claro abierto por un cedro caído, yacen dos cuerpos acurrucados, medio ocultos por la madera llena de comején. Ramiro casi los pasa por alto, de no ser por las nubes de moscas que se levantan en círculos, girando, borrachas de humedad y podredumbre.
—¡Me cago en Dios, cabrón, coño! —exclama el hombre y envaina el machetín con que abría la maleza.
Se acerca a los cuerpos, agitando las manos para espantar los insectos que insisten en su festín macabro. Se acuclilla. Ñiña está abrazada a Sato. Si no fuese por el olor y el lugar se diría que duermen, tan pacíficos y en mutua compañía como lo hacen cada noche en el camastro del bohío.
Ella tiene pelo sucio, suelto, enredado en torno a la cabeza. Ramiro lo aparta y deja escapar el aire contenido en los pulmones en un suspiro de alivio. La carita no está azul ni hinchada y eso es un buen síntoma. Malo es que su bata de florecitas luce rota en varias partes y manchada de sangre en la entrepierna. Tiene una costra marrón en un lado de la cabeza y un caminito de hormigas disputando presa a las moscas, pero Ramiro pone una mano en su costado y nota que la pequeña respira.
No se puede decir lo mismo de Sato y lo sabe sin tocarle. El perro tiene el cuello cortado, la columna seccionada y la cabeza colgante de la cuerda blanca de la tráquea. Ya ha comenzado a hincharse: aunque los gases de la putrefacción no le han separado las patas rígidas, sí que apesta. Quizás no se ha hecho todavía un globo porque le cruzan el cuerpo varios machetazos. Ramiro le pasa un dedo compasivo por el morro y pide a San Lázaro que acoja a ese perro bueno que, aunque mestizo, desplegó la bandera de sus genes de pitbull y dio una pelea del carajo a su asesino.
—Coño, qué desperdicio.
Al sonido de su voz, Ñiña abre, a medias, un párpado mordido por las hormigas. Su pupila verde no ve más allá de la lengua azul de Sato, rueda una lágrima y gime luctuosa. A pesar de que se desmaya al instante, Ramiro tiene que forcejear para separarla del perro asesinado.
Salir del monte con una muñeca desmadejada a rastras y anocheciendo no es tarea sencilla, así que le ata las manos con el cinturón y se la echa al cuello como una mochila. Atrás tiene que dejar la funda del machetín, pero igual va a regresar mañana, a enterrar al pobre Sato. De haberlo sabido, no se habría tomado el trabajo de traerlo desde Santiago. Aunque en realidad el animal hizo casi todo el trayecto por propia pata y fidelidad. Mientras regresa bajo el peso de Ñiña resoplando y apartando monte, Ramiro tiene el mismo sentimiento para con su carga. No obstante, no todo está perdido. Ni todo el monte es orégano.
Las brasas aún crepitan, así que solo era cosa de darles más leña y poner agua a hervir en la lata. Ramiro desecha el vestido de florecitas y, tras un momento de duda, decide que usarlo para trapo sería un recuerdo funesto de la jornada. En su lugar, toma su camisa más ajada y la hace jirones —lamenta cada uno, pero es necesario— y usa los harapos para limpiar a la niña desnuda en el camastro.
Ella tirita en su inconsciencia. La pelusilla del pubis está amelcochada de sangre y tierra, amalgamada con fluidos. Ramiro menea la cabeza mientras limpia. Por fortuna el corte en la frente no es serio y quizás Ñiña —Yudenia— sobreviva.
Luego de lavarle el pelo hasta volverlo amarillo a la luz del quinqué —el agua blanca de su única barra de jabón es absorbida por el ávido piso de tierra—, Ramiro usa la mitad del contenido de una botella de aguardiente para lavar la herida y friccionar el cuerpecito inerte. Yudenia grita y se desmaya luego, cuando el hombre abre sus muslos y deja caer un buen trago de destilado de caña sobre su vulva. Luego, la cubre con la colcha más tupida de la casa. Ella se encoge como una hoja de dormidera, buscando el calor ausente del cuerpo de Sato.
Solo queda esperar el resultado de los acontecimientos. Ramiro hace una bola con los trapos sucios y el vestido de florecitas roto y lo lanza sobre el fogón. El alcohol en la tela arde, arrasando el tejido e iluminando la estancia un poco más. El hombre termina el aguardiente que aún queda en la botella. No todo puede desperdiciarse en aquella noche. Como dice el dicho, mañana será otro día. Aunque el gallito kikiriki no tenga ganas de cantar y duerma bajo una hoja de malanga del patio, cansado de corretear sus pocas gallinas.
Con las primeras luces, Ramiro hace café otra vez. A la taza de Yudenia le pone, además de abundante azúcar, una pizca de sal para combatir la deshidratación. Ella protesta adormilada, mientras el hombre la incorpora y la sienta en sus piernas. Tose un poco salpicándole, pero la mayoría del líquido tibio se desliza a su estómago sin oponer mucha resistencia. Al final de la taza, la pequeña tiene la fuerza suficiente para sostener el cuenco con dos manos temblorosas.
Ramiro la revisa otra vez, mientras la sostiene sobre el agujero de cagar abierto en el patio. Aunque ella grita por el esfuerzo, su orina es amarilla y no roja. Mientras la ayuda a ponerse el vestido azul de los domingos, ve que los moretones comienzan a clarear y que ninguna de las picadas de insecto se ha infectado. Cuando le arrima la leche tibia y el pan de yuca, la muchachita intenta una arcada.
—Traga —ordena Ramiro con voz firme.
Yudenia lo mira con los ojos verdes empañados en lágrimas y obedece.
Tras exigirle que no se moviera de la cama, Ramiro saca su bien más preciado —la grabadora de casetes—, la conecta a la batería que había subido a la loma para emergencias y la coloca junto al postigo de la ventana, a los rayos mañaneros que perfilan el Oriente. Busca y se decide por una cinta de Lucia di Lammermoor, tercer acto, interpretada por Renata Scotto.
Mientras la diva canta, Ramiro revisa el gallinero y recupera una docena de huevos frescos. Sorbe dos y deja los demás en una cesta en la mesa. Yudenia duerme: la música clásica obra milagros sobre los nervios rotos. El hombre calcula que tendrá un par de horas para recoger la funda del machetín, enterrar lo que queda del pobre Sato y escardar un poco el plantío.
Luego de los quehaceres, prepara una buena tortilla para el almuerzo, con manteca de puerco y ajo montañés. Alimenta a trozos a la pequeña y le hace beber leche, esta vez mezclada con un huevo. Aviva el fuego y pone a asar el pernil, recogiendo la grasa en una bandeja de aluminio. El proceso le toma casi toda la tarde: cuando corta un trozo y lo envuelve en hojas de plátano ya es de noche. Yudenia aún duerme, así que Ramiro pone el envoltorio en su saco de yute, se lo tercia a la espalda y sale, machetín a la cintura, por el trillo largo que va a las matas de mango de Kinkito.
Yudenia se despierta de madrugada con hambre y come cerdito asado a la luz del quinqué. Oye un poco a los Beatles —solo una cara del casete, a más no se atreve por miedo a agotar la batería—, llora bastante y se queda dormida, añorando el calor de Sato.
En la mañana se levanta, solloza un poco más, da del cuerpo con alguna molestia, barre el piso de tierra usando la escoba de yagua, echa maíz a las gallinas, recoge los huevos y vuelve a llorar hasta el mediodía. El hambre le sirve de consuelo, así que come otra vez cerdo asado. Por la tarde, rebana el resto del pernil y lo divide en paquetes de hojas de plátano, extrañando que Sato le pida los huesos. Pone a hacer harina y la come con un huevo, frito sobre la bandeja de grasa. De postre, despacha una tacita de leche en polvo con azúcar prieta, no sin antes dejar un plato tapado para Ramiro.
El hombre no llega ni ese día ni el siguiente, así que come en el desayuno lo que le había servido la noche anterior, recalentado en el cuenco de hojalata sobre el fogón. Vuelve a barrer y ocuparse de las gallinas. Aunque no le gusta, escarda un poco el cultivo, llorando a ratos y extrañando.
Al amanecer del tercer día, un silbido familiar la hace correr a la puerta. Ramiro viene por el trillo largo de los mangos, saco al hombro y con la otra mano a la espalda. Yudenia sale a recibirlo, pero no con los saltos y cabriolas de cuando era Ñiña, sino adolorida, cauta, ceremoniosa. No obstante, lleva en el rostro la dignidad de haber demostrado que puede volver a manejarse un par de días sola. Que no es un total desperdicio. Que va a sobrevivir.
El hombre se detiene frente a ella y evalúa el entorno. No siente el martilleo detrás del ojo que le molesta cuando las cosas no están bien. Las gallinas picotean aquí y allá, mientras el gallito pelón ladea la cabeza y le hace el guiño cómplice de quién ha cuidado el fuerte. El fogón humea y el aire huele a café desde lo profundo de la manga carretera recién remojada. Ramiro sonríe y muestra la mano oculta tras la espalda.
Yudenia vuelve a ser Ñiña por un instante, mientras palmotea contenta en dirección al cachorrito blanco que Ramiro pone en el suelo. El hombre ríe y aprueba, descolgando el saco del hombro y hurgando en su interior.
—Mira lo que le pasa a quien toca a mis perros o a mis niñas —dice.
Aunque en su voz no hay triunfo, la victoria vibra en el ademán con que lanza un par de manos a los pies de Yudenia. Ella mira los dedos engarrotados en torno a un arma ausente y las muñecas cortadas con limpieza. La izquierda tiene un muñón por meñique. La derecha lleva la marca tumefacta de los dientes de Sato.
El cachorro pega un ensayo de ladrido y va directo a lo que cree comida. Ñiña lo levanta, antes que su pelaje blanco se ensucie con la sangre encostrada.
—Cochino —lo regaña—. Esa mierda no se come. Ramiro se empina contento. Respira hondo. Volverán a estar bien, porque, como dice el dicho, no todo el monte es orégano.