
Corre, bruja, corre. Que te trague el bosque, el mismo de donde nunca debiste salir. Atrás queda el Loira, los alaridos del populacho enardecido, el olor acre de las hogueras y los gritos de tus hermanos hugonotes… malditos partidarios del diablo, debían morir todos ahogados en el agua turbia del río. Huye, mientras los aldeanos se ríen de tus vanos esfuerzos y hacen puntería sobre ti con cascotes, heces, coles podridas y cualquier cosa nauseabunda a la que pueden echar mano.
No creo que lo logres, pero puedes intentarlo. Esconderte, es imposible y lo sabes: tu fuga no es tal, pues el nuevo e implacable Gran Inquisidor de Tours hizo que los porquerizos te desvistieran y sujetaran, mientras los pajes traían el capirote del escarnio ante la mirada feliz de la plebe. No quiso Dios salvarte del dolor con el desmayo, mientras los bellacos, aguja e hilo de cáñamo en mano, cosían la coroza roja de los condenados a muerte directamente a la piel de tu rostro. Eres bella, bruja, pero ahora tus artes no podrán hechizar a nadie, revelada por el antifaz del sombrero puntiagudo. Tus palabras no volverán a inflamar el corazón de los herejes, ni celebrarás más misas negras en esta bella pero pervertida ciudad, ni tus pies volverán a recorrer la Plaza Plumereau… ni siquiera a la carrera, tal como haces ahora.
En su exquisita perversión, el Inquisidor recién llegado de tierras ibéricas te ha privado de la decencia del sambenito, así que corres desnuda, sin siquiera la lana negra con llamas pintadas cubriéndote las carnes. Eso sí, no huyes sola: diez de los tuyos, sometidos a la misma tortura, iniciaron la improvisada y macabra procesión. No vas a detenerte a contar cuantos corren, pero ya son menos: no solo las piedras se han cebado sobre ellos, sino que algún católico entusiasta ha probado su acero en sus cuerpos. Algunos, simplemente, se han negado a dar un paso más y se hacen ovillos sobre el suelo de adoquines y fango, resignados a ser presa de la bota de la multitud, rogando a los cielos que alguien ponga rápido fin a su sufrimiento.
Pero no tú, bruja, tonta de rojo capirote. Aún albergas la esperanza de llegar al bosque y salvarte en la espesura. Tienes fe en que tu Dios no te traicionará, como te ha traicionado esa Iglesia Católica que crees corrupta y sádica hasta lo indecible. El calor dentro de la caperuza acartonada se torna insoportable y las gotas de sudor te resbalan por las cejas y el cuello, cegándote y regando con sal las puntadas en tu piel. Pero no puedes detenerte… las hendijas del antifaz son estrechas, pero suficientes para orientarte y esquivar a los lugareños que te acechan, aún detenidos por la promesa del Inquisidor que esperaría que los herejes salieran por la puerta oeste de Tours antes de liberar a sus jaurías y cazar a los hugonotes como las bestias que eran.
Si puedes llegar al bosque, quizás las fuerzas te alcancen para salvar la distancia que te separa de la casa de la abuela. Quizás ella pueda esconderte. Tu mente de conejo aterrorizado no desea considerar que, quizás, estás llevando a tus perseguidores a su puerta. Delatarla es ahora la menor de tus preocupaciones, pues el capirote arde, los pies descalzos sangran, el estiércol lanzado apesta y las piedras duelen. Tal como duelen y sangran tus heridas, tal como la sangre lenta embarra tus senos y corre por tu espalda.
Al abandonar la plaza y entrar a los barrios pobres el escarnio disminuye, pero no cesa. Los pueblerinos te miran con lástima o con lujuria, pero a ellos les preocupa más sus quehaceres que las diferencias entre luteranos y católicos. También sienten miedo al largo brazo del Inquisidor y pavor a los castigos y torturas que les esperan, aquí y en el purgatorio, si se atreven a ayudarte. Tampoco es que pudieras pedir auxilio: antes de coser la coroza a tu piel, los malditos pajes tuvieron la precaución de amordazarte con firmeza, para que no pudieras maldecir ni proferir frases de doctrinas blasfemas.
Maldita sea tu abuela, bruja. Maldita, porque es ella quien te ha condenado. Si no te hubiese inculcado la admiración por la diabólica doctrina de Calvino, si en su herejía no te hubiese enseñado a leer para que pudieras aprender y predicar el sacrílego Sancti Pauli Epistolae XIV ex Vulgat: adiecta intelligentia ex Graeco, cum commentariis de Jacobus Faber Stapulensis, no tuvieras que pasar este calvario.
Pero mucho te animó la vieja arpía y muy orgullosa estaba que su nieta pudiera argumentar como el bachiller más docto. Así que las miradas estaban puestas en ti, doncella de pura lógica y oratoria firme, y no en tu zafia madre, que ahora flota ahogada en las aguas del Loira. Para ti también y otros principales se reserva este castigo sádico y ejemplarizante, que recién comienza.
No, no van a quemarte… pero eso no quiere decir que la Inquisición no se invente nuevas formas de castigar a los herejes. Si en lugar de Tours te hubiesen atrapado en una región más recóndita, quizás ya arderías. Pero por las puntadas en tu carne intuyes que el Gran Inquisidor ha sido un ávido discípulo de sus hermanos españoles. Quizás la ilusión de que puedes salvarte sea la mejor de las torturas, el suplicio más tenebroso.
Cuando sales a toda carrera por la puerta de los artesanos, te das cuenta de que tus esperanzas son efímeras y vacías. Allí está el Montero Mayor del Duque, el más fiero cazador de toda Loira, cargando su pipa… y no está solo. Su jauría de sabuesos y perros lobos le acompaña y se nota que sus animales han sido seleccionados entre los más famélicos. En sus ojos se leen el hambre, mientras sus narices tiemblan por el olor a sangre que despides. Te detienes atónita y asustada.
Otros tres hermanos hugonotes, que no puedes reconocer ocultos tras los capirotes escarlatas, corren hacia el bosque mientras que se animan a gritos. Pero tú te detienes, paralizada por el miedo.
El cazador se levanta del tocón donde reposa. Se acerca, te contempla de arriba abajo y saca un pañuelo de su manga. Con gesto amoroso, casi inconcebible de su corpulento y fiero continente, enjuga la sangre y el sudor que cubren tus pechos. Luego huele el pañuelo con complacencia y lo regresa a su muñeca. Y sonríe, mientras señala con la caña de la pipa primero el rastro de sangre que dejas y luego el linde del bosque. No sabes que te aterra más: si esos dientes amarillentos de tabaco que te sonríen, o los colmillos babeantes que te ladran. Pero sí: debes correr.
Así que corre, bruja, corre. Que te trague el bosque, mientras te acercas al lindero a campo traviesa, los gritos del gentío se acallan y los ladridos de la jauría los sustituyen. No bien entras en la floresta, comienzas a percibir la bien urdida muerte que te espera: tu cuerpo desnudo se llena de mil cortes de maleza, las plantas de tus pies se desuellan en las piedras ocasionales y traicioneras… pero lo peor es esa caperuza roja y ridícula. Sus tres pies de altura son una pesadilla: cada rama, cada golpe es un tirón lacerante allí donde el cáñamo une tu piel con el tejido acartonado.
Avanzas y avanzas tratando de olvidar el dolor, pero allí está. Cuando caes de bruces quisieras no levantarte nunca más, pero atrás, en la distancia, retumba el llamado del cuerno del montero. La caza ha comenzado y tú eres la presa, así que ruega porque tu rastro no sea el primero que capte la jauría.
Llámale suerte, providencia o meditada maldad, pero los perros no siguen tu olor. No enseguida, aunque los ladridos no están tan lejos como quisieras. Lentas pasan las horas de huida, y cada vez que estás a punto de desfallecer el alarido de dolor de uno de tus compañeros alcanzados te recuerda que no estás sola en la floresta recogiendo setas, sino perseguida por alguien que ha sabido ganarse el favor del Duque de Tours a fuerza de habilidad y sangre.
Corre, bruja, corre. Toma un poco de agua de algún arroyuelo afluente del Loira verdoso y turbio, donde tus hermanos hugonotes se comenzarán a hinchar en breve. Cruza la fuente de agua, o mejor síguela por un rato. Quizás así logres despistar el fino olfato de los sabuesos, pero no te hagas demasiadas ilusiones. Mejor ruega, no con demasiada piedad, que los animales se harten primero de la carne de los otros fugitivos y que las fuerzas te alcancen para llegar a casa de tu abuela.
La noche llega con poco aviso y tu vista empañada por el dolor, el sudor, la sangre y la máscara del capirote va perdiendo la poca efectividad que tenía. Te cuesta reconocer el haya con el tronco torcido, la piedra con el musgo creciendo en el lado incorrecto, el tocón del árbol cortado hace seis inviernos. Pero el bosque no te es ajeno. Otra vez retumba sobre las copas de los árboles el son del cuerno del montero, anunciando que ha cobrado su tercera víctima y ahora va a por ti.
Casi lloras, imaginando como toma su pañuelo y lo lanza entre los perros, para que capten tu olor. Pero ni sabes ya si lo que te corre por las mejillas es sudor, lágrimas o sangre. No hay tiempo de sollozos, porque oyes los largos aullidos de los mestizos de lobo que le avisan a la Luna que aparte, que van a por ti. También los alegres ladridos de los sabuesos, anticipando una última carrera bajo las estrellas.
Corre, bruja, corre. Busca la protección de la casa en el bosque. Poca, pero quizás suficiente. Ya ni sientes las ortigas arañando tus piernas, ni las ramas enredándose en el capirote: hay sensaciones más urgentes, más inmediatas, más terribles. El frío que empieza a entumecer tus mil cortes. El sabor a hierro en tu boca. Los olores a selva negra, a putrefacción mezclada con fresca clorofila. La niebla que comienza a levantarse, escondiendo el camino y haciéndote trastabillar a cada zancada. La perenne sensación que mil ojos te observan desde la negrura de los troncos, algunos tan asustados como tú, otros expectantes y listos a atacar si te detienes, a darse un festín de carne viva si llegan a tiempo, o de carroña y piltrafas si la jauría te atrapa primero. Ellos son legión y no necesitan el azuce del cazador para cabalgar la noche en pos de tu rastro, de la promesa de la mordida.
Corre, tonta de rojo capirote que aún guardas una brizna de esperanza, porque el montero es igual de rápido que sus perros. A medida que se adentra en el corazón de la selva negra va tornándose más animal y su amarillenta sonrisa babea en la anticipación de la presa. A ratos, da grandes saltos superando el tocón del árbol cortado hace seis inviernos y galopa a cuatro patas y grita su reclamo de caza a la luna, con voz de lobo.
Corre, bruja, corre. Que te trague el bosque que tanto conoces, pero que hoy no te defiende ni te quiere. Enfrente los troncos se abren al claro donde jugabas de pequeña. De las ventanas de la choza de la abuela sale la luz del candil, que usas ahora como faro entre tanta oscuridad. Sin la decencia de tocar, te lanzas sobre la puerta, que para tu fortuna no está atrancada… porque, para tu desgracia, la casa está vacía. La vieja arpía, alertada por el repique de las campanas de Tours y los sones de caza del montero, ha adivinado el destino que corren hoy los hugonotes, los herejes y los adoradores del diablo, ha huido. Hace horas, a juzgar por la vela que ya casi se apaga.
El bramar de la jauría se acerca, espantando a los moradores nocturnos de la selva. No hay mucho tiempo, ni demasiadas opciones. Por fortuna tu abuela es metódica y ordenada: repones a la carrera la vela del candil, recuperas un cuchillo de buen filo y rasgas frente al espejo de plata pulida el antifaz de la caperuza. No hay tiempo para cortar el cáñamo de las costuras en tu cuello, pero con un grito doblas el tejido acartonado del capirote y, cegada por las lágrimas, atas el pico a tu espalda pasándote una cinta por la garganta. El ropero está abierto y desordenado, pero alcanzas a vestirte con una camisia y una estola raída. Cierras el broche de una clámide negra sobre tus hombros con mano temblorosa, mientras afuera ya sientes como el lindero del bosque se llena de ladridos.
Pones un velo tupido sobre tu cabeza para enmascarar la capuza, para que la ilusión que llevas una cofia sea más creíble. El espejo te mira y asiente: podrías pasar por anciana si encoges los hombros y te encorvas, porque la cojera te la proporcionan tus piernas heridas por mil cortes. Pero, ¿y tu cara, tonta de rojo capirote? ¿Cómo esconderás tus bellos rasgos, que el baño de polvo, sudor y sangre no logra afear?
Por fortuna, tienes un par de minutos mientras el montero, sosteniendo una antorcha en un puño que parece garra, emerge del bosque y marcha lento hacia la choza. Los sabuesos le hacen corro, felices de haber seguido el rastro hasta el final y tener su última carrera bajo la luna. Los otros, los mestizos de lobo, rodean la casa y gruñen mostrando hileras de dientes amarillentos, listos a despedazar a quien salga.
Buena cosa que la abuela sea una vieja metódica y organizada. Mejor, que en su huida no tuviese tiempo de empacar sus enseres de alquimia. Musitando viejas fórmulas, extiendes el polvo de seis frascos en la artesa, mezclas harina y agua y hundes tu cara en la masa.
Hugonote por elección, bruja por tradición. Si el Gran Inquisidor viese tu rostro ahora, envejecido seis décadas, arderías en la hoguera sin juicio del Santo Oficio. Ya solo tienes que cascar tu voz para avejentarla, pero como eres especialista en imitar el hablar de hombres, mujeres y bestias por igual. No temes equivocarte mientras respondes a los golpes poderosos que hacen crujir la puerta.
El montero luce… decepcionado. Confuso. “Sí, maese cazador, hace un rato pasó por acá una moza que corría. Iba desnuda y tenía un capirote, así que pensé que era una hereje hugonote que trataba de escapar. ¡Dios me guarde de dar protección a esos adoradores de demonios!”.
El cazador se rasca la cabeza sin tocado: su pelo es más largo e hirsuto que el de sus lobos, su mano es más grande a las luces danzantes de la antorcha, sus uñas más largas. En la oscuridad sus ojos son más rojos, su estatura más alta, su olor más fuerte: una mezcla de sangre, selva y almizcle fuerte, más intenso que el de los animales que le acompañan. Como en el pelaje de ellos, en su jubón apretado se adivinan aquí y allá rojos recientes, que no fueron planeados por el tintorero.
“¿En qué dirección huyó, noble anciana?”.
“No estoy segura, pero creo que tomó el camino de La Riche”.
El montero se lleva el cuerno a la boca y lanza un breve reclamo. Su jauría se agrupa expectante y parte en la dirección que señala con un gesto. Casi te has librado, bruja: solo tienes que resistir un minuto más la inspección de este hombre imponente que entorna los ojos y te mira con suspicacia, tratando de adivinar la mentira. Duda de lo que has dicho, no de ti. Tu disfraz es perfecto.
Salvo por un detalle mínimo.
El cazador desenvaina rápido un puñal de misericordia y con precisión de barbero corta la cinta en tu garganta. El pico acartonado de la coroza roja, libre de sus ataduras, se yergue enhiesto, acusador. Retrocedes en un grito, mientras el montero traspasa el dintel, mostrando sus dientes amarillentos en una mueca de complacencia. La hoja de su cuchillo brilla naranja a la luz del candil.
“Abuela querida, ¡qué capirote más rojo tú tienes!” –sentencia.
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