Una y cuarenta de la madrugada. El sueño lleva horas deslizándose como una barca leve por el océano de las circunvalaciones cerebrales. Cálidas visiones oníricas fluyen empujando el cansancio al vacío, limpiando y purificando, mientras allá afuera Ofidia reposa a medias en las neblinas de la noche.
Toda la tranquilidad, toda la paz del mundo es recogida por el disco lunar, y devuelta en forma de sueño a la Tierra. También sueña el gato en el alféizar de la ventana, quien sabe si con una marisma láctea de concentrado Tres Vacas o con una orgía romana de ratas de laboratorio. Ciertamente, no con perros ni agua a juzgar por lo rítmica de su respiración. Extraño sería para Fagonei ver a su minino bufar hecho un ovillo, en vez de echar de menos su presencia solicitada por amores del vecindario. Pero, ¡claro! Incluso el más empedernido bohemio requiere alguna vez de la tranquilidad del descanso. Y en verdad Fagonei no rompería la magia de sus sábanas suaves y calientes después de tantas horas colgado en el tráfico de la Transoceánica, a fuerza de dermos y batidos de anfetas. Dieciocho en total, contando ida y vuelta: el paquete había llegado a tiempo y también los créditos a su cuenta. Así que hacía falta algo más que un gato, ya sea querido o molesto, para quebrar el ronquido del átomovilieta.
Un transporte de albañales, ruidoso y noctámbulo caminador del asfalto, inundó de berridos diesel el ambiente. ¡Bah! ¡Vengan, legiones infernales, desfiles de EP con bombos y platillos, bandas de metarock o el mismísimo Quasimodo con sus dos gigas de audio! ¡Aquí está Fagonei para desafiar a todos los que intenten romper su letargo! Todos los dioses de lo onírico asentían orgullosos, desde Morfeo hasta el hombrecillo de arena, mientras en su apartamento neoiconoclasisista, repantingado y con una pierna oscilando fuera de la cama, yacía EPD (En Paz Duermas) el bello durmiente del bosque de asfalto.
Pero oculto, acechante junto a la lámpara de pie, brillaba bajo la luna el único ser malévolo capaz de hacer trizas tan idílica escena.
Con un regodeo rayano en lo morboso, digno del marqués de Sade, el videófono se desgañitó.
Fagonei se incorporó sobresaltado. Al cuarto o quinto golpe de campana ya había despertado completamente y se había librado a medias del embrollo de sábanas. La pantalla estaba en negro indicando que no habría imagen, pero eso era normal. La inmensa mayoría de sus clientes ocultaban sus rostros, pero no sus cuentas de crédito.
–Empresas Fagonei al habla. Discreción, rapidez y buen precio en el manejo de su carga. Llegamos a cualquier parte menos a la Luna.
Murmuró sobre la panopantalla con la voz menos somnolienta que pudo encontrar. Pero al otro lado de la línea solo había silencio.
–¿Oigo? –repitió, sin ningún resultado.
–Mierda –gruñó para sí mismo.
El átomovilieta intentó descifrar las luces de su reloj de mesa, pero no lo logró. Después de una corta y vaga reflexión sobre los errores de Corporación Información en la transmisión de señales, llegó a la conclusión de que su brazo pesaba demasiado para encender la lámpara.
Hilvanar un sueño interrumpido es la tarea más difícil de toda la carrera de un soñador. Muy pronto, sin embargo, su respiración se tornó menos calculada, más natural. El gato abrió un solo ojo para comprobar que Dueño dormía y que tanto timbre molesto y gritos sobre la ventana negra habían cesado. Al ver que todo iba bien, volvió a hilvanar la película cortada de su sueño, feliz de que cuando el amo se molestaba no la emprendía con su felina persona. Y la luna, con un suspiro de resignación, inundó de nuevo el pentapartamento de paz, la ciudad de paz, el mundo de paz…
TIENE LLAMADA TIENE LLAMADA TIENE LLAMADA TIENE LLAMADA..
–Empresas Fagonei al habla. Discreción, rapidez y buen precio en el manejo de su carga. Llegamos a cualquier parte menos a la Luna –y esta vez Fagonei ni se molestó en salir de las sábanas–. ¿¡HOLA!?
Y en la línea había otra vez solo silencio frío de estática y cables sucios.
–Mierda –y esta vez no tuvo la amabilidad de hablar en voz baja, así que tal palabra viajó entre los electrones hasta el callado interlocutor, dejando a su paso un leve aroma a heces.
Claramente se escuchó al otro lado un chasquido y el videófono anunció que la comunicación había terminado.
Si de algo se preciaba Fagonei, además de su atomóvil, era de su paciencia. Con un esfuerzo logró controlarse y pidió luz. Después de restregarse los ojos por largo rato supo dos cosas. Que eran las dos y cinco. Que su gato no había salido, sino que le miraba con furia desde la ventana. Le dedicó una sonrisa triste y se condolió que ambos tuviesen que soportar una broma tan molesta.
De nuevo regresó la oscuridad. Ahora Fagonei estaba solo. Su compañero de cuatro patas comenzaba una tardía incursión, a sabiendas de que aquella vez todas las felinas del vecindario estarían ocupadas en la conversación de sus compañeros de pupila vertical. Pero es mejor que quedarse hoy en casa.
En tanto, el átomovilieta dormía otra vez, pero inquieto y atormentado. Entre la modorra y la vigilia, mientras la urbe reposaba en paz.
Por el cable, un chorro de energía fluyó inmisericorde hasta el cerebro minúsculo del aparato. Como la panopantalla no tenía capacidad para decidir mayor que una ameba con hambre (era un modelo viejo, y también barato) activó el único músculo que tenía para que todos supiesen que estaba vivo.
Con la frente perlada de sudor, el hombre abrió los ojos, sin abandonar su postura entre las almohadas. Algo en su interior le obligó a rebelarse contra tan absurda situación, y con la entereza de un monje budista decidió librar una batalla de nervios con su torturador.
A su favor debemos decir que hizo más de lo que puede esperarse de un ser humano. Primero intentó volver a conciliar el sueño; y durante casi veinte minutos logró, si al menos no dormir sí, evitar la palabrota sobre el equipo. Luego probó a contar timbrazos en vez de ovejas… tuvo que abandonarlo después de llegar a un número tan largo que su cerebro exhausto no pudo contener.
“Para él es mucho más fácil” –concluyó mientras se levantaba en plena oscuridad–. “Pero aunque no duerma en siglos… aun así…”
El gato dormía plácidamente diez tejados más allá. Débil, muy débilmente podía percibir apenas una cantaleta de panopantalla… pero tan distante que solo provocó un leve movimiento de orejas y un instante de sonrisa burlona de un ovejero gris entre las nubes de su paraíso gatuno.
Fagonei contaba las arrugas de sus ojeras, derrumbado sobre su butacón de lana persa. Reflexionaba a trompicones (cada grito del videófono le interrumpía el cerebro como un cortocircuito hasta el silencio siguiente) mirando con odio los controles.
“Ciertamente me estoy portando como un jerbo… puede que esta vez sea en verdad un cliente, y se cansará y perderé una buena tajada… y estoy tan cansado… ¡diablos!… si al menos pudiese recordar cómo se controla el volumen de este chisme… ¿alguna desgracia en la familia, tal vez? El tío Paolo no se sentía muy bien la última vez… o un cliente… o ese bufón otra vez…”
–¡Ya es suficiente! –estalló de pronto y se arrojó al aparato como un tigre viejo. El salto mal calculado echó por tierra la lámpara, que se hizo añicos en una gorgoteante burbuja de cristal.
–¡¿Quién rayos llama a estas horas?! –vociferó de mal talante, casi aporreando el botón de contestar–. ¡Oigo, hijo de la gran…!
Dieciséis minutos después, Fagonei había terminado de descargar todo su largo repertorio de ofensas, desde las más vulgares hasta subterfugios de hipocresía y cinismo que habrían avergonzado a un embajador. Si su esposa no le hubiese abandonado hace algún tiempo, con seguridad lo habría hecho ahora. De todas formas despotricó a sus anchas sobre la cabeza del secreto interlocutor.
Como era casi costumbre, ya del otro lado había más silencio que humedad en el mar. Cuando literalmente aplastó el botón de interrumpir lejos de estar más calmado, sentía que su corazón se empeñaba en crecer de pronto y que la vena de su sien esperaba turno para estallar. Con ira arrancó el enchufe de cables ópticos de la pared sin pensar en cuanto costaría el técnico de reparación y se echó boca arriba sobre el lecho como un fardo de correo.
Entonces, quien sabe por qué místico mecanismo de la tecnología, o por un error de programación, o porque extrañaba el uso constante de aquella noche… con un regodeo digno del marqués de Sade, el videófono se burló de toda lógica y se desgañitó.
Fagonei exhaló un rugido de furia y, asiendo el aparato con ambas manos, lo sacudió gritándole que se callase. TIENE LLAMADA TIENE LLAMADA TIENE LLAMADA TIENE LLAMADA, respondió el biznieto de Graham Bell, y aquellas fueron sus últimas y únicas palabras mientras planeaba violentamente hacia la pared opuesta con toda la fuerza de los 90 kilos de rabia e impotencia del átomovilieta. La pantalla de cristal líquido se hizo añicos sobre el empapelado, llorando agua y esquirlas de plástico negro como testigos mudos del tecnicidio.
Y otra vez la luna, pacífica y clara, penetró por la ventana intentando dulcificar con sus rayos la respiración agitada del hombre. El videófono estaba muerto, muerto, muerto…
–Muerto –susurró Fagonei, contemplando los intestinos del aparato, mezclados con trozos de cristal de la lámpara rota–. Estoy muerto.
Con una sonrisa se dejó caer entre sus sábanas frescas, guiñando a los apliques neoiconoclastas de su mobiliario.
“Estoy muerto y voy a dormir… buenas noches”–murmuró, ya entre sueños.
La barca soltó sus amarras y volvió a deslizarse quedamente por el océano de las circunvalaciones cerebrales mientras, allá afuera, la ciudad y el gato reposan también entre la neblina de la noche, en espera de un amanecer que pronto llegará. Y entonces, solo entonces, rompe la paz un toque imperioso de nudillos sobre la puerta. Entre dormido y despierto, Fagonei se levanta y aúlla de dolor al clavarse en la planta desnuda una uña de cristal, pero corre hacia el umbral manchando de rojos la alfombra. Claro, que no puede imaginar que al abrir la puerta blindada de su pentapartamento únicamente encontrará sombras. Y silencio.
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Pesadilla, tragedia y fantasmas de neón, Editorial Primigenios 2020
Vas guiando al incauto lector—yo—a imaginar el final y ¡nop!: habría sido demasiado obvio.
¡Bárbaro, Alex!
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