Nunca regreses al lugar donde fuiste feliz

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XXIX Premio Farraluque de Literatura Erótica.

Álex Padrón

Claro que la odié, por mala y puta. Pero hay que saber reconocer cuando uno sobra. Recogí mis cosas en la mochila, vaciada a la carrera por la mañana.

Ella sudaba asustada, cuando palmeó el dintel y me preguntó descompuesta que a dónde iba y cuál mosca me había picado. La odié mucho justo entonces, sin decidirme si era tonta, puta o si por creer que darme celos era la mejor pócima de amor. Más me odié por haber recorrido un camino tan largo para una decepción tan agria. Pero ella quería explicaciones, así que desgrané todo ese odio en palabras, repitiendo sus acciones desde la perspectiva de mis ojos.

Entendió. Vi cómo se demudaba sentada a mi lado, como cada uno de mis reproches —en voz baja, sin la necesidad de la crudeza de los gritos— revelaba una mujer que se había olvidado de mí. Cuando terminé aún quería irme, pero ella se aferró al asa de la mochila.

—No te vayas. Tú eres mi paz. Déjame demostrártelo.

Me debatí, de pie junto a la cama, entre mi orgullo, la ira y sus ojos suplicantes. Ella usó su mano libre para zafarme el cinturón, recurriendo a su mejor moneda de cambio, esa que yo no estaba ya tan convencido de aceptar como soborno. Pero se veía tan arrepentida y dispuesta a hacer lo que fuera por mi indulgencia, que cuando me sacó el miembro él ya la había perdonado. Yo no, no aún. Ella misma me dio la solución perfecta para mi dicotomía:

—Déjame demostrarte que soy tuya. Haré lo que tú me digas pero, por favor, quédate —y me besaba el glande, reafirmando sus palabras.

La mesa estaba servida para mi venganza.

—Muy bien. Vas a hacer eso que estás haciendo, pero solo con la boca. No me tocarás otra parte del cuerpo. Si logras que me venga así, me quedaré.

Me alejé dos pasos para desvestirme, sonriendo ladino a la muda protesta de mi firme erección. Ella se quitó la ropa también, pero no reía. Quería adivinar en mis ojos si estaba de broma, pero lo torcido de mis labios le aseguró que iba a cumplir con lo que había dicho y ella no estaba totalmente convencida de lograrlo.

—Pero, ¿al menos puedo…?

—No —la interrumpí, acostándome boca arriba como un barco con un solo mástil—. Manos en la sábana: no puedes tocarte tampoco. Yo tampoco te pondré un dedo encima. O así, o me visto y me voy.

Ella suspiró, tratando de ponerse a horcajadas sobre mis rodillas.

—No. Ponte a un lado. Hoy solo tienes boca —la atajé.

Obediente, se recogió el pelo en un moño y se inclinó sumisa sobre mi pene, besándolo y susurrando ruegos. Le habló de su torpeza, de su exceso de entusiasmo, de ocultarme cosas para que no me molestara. Le pidió perdón por apartarse de mi lado, cuando todo lo que quería era que me fijase más en ella. Le aseguró entre besos que no había otro hombre en el mundo para ella que yo, justo antes de tragárselo despacio, centímetro a centímetro, acomodándolo con su lengua rasposa.

Largo y tendido conversaron ellos, mientras yo me extasiaba en la curva de su espalda, su cuello desnudo y sus senos redondos. Muy a mi pesar me contuve de recorrer con los dedos su cintura, de apretar aquellas nalgas firmes o de tocar su sexo, que se anunciaba mojado cpomo el mar. Reconozco que me dolía no hacerlo, pero al mismo tiempo era dulce la agonía de saberla por primera vez confundida, atada a su palabra y mi voluntad. Ella lo sentía también y le excitaba su rol de sumisa, de no poder jugar con todas sus cartas: así que se esmeraba como nunca con el único as que le había permitido para convencerme. Lamió, besó, escupió y deglutió, gimiendo quedo y aspirando hondo entre las pausas, para llenarse luego la garganta con mi carne caliente. En esos momentos aprovechaba, como por descuido, para apretarme los testículos hacia su base, para hacer que mi erección ganara medio centímetro que con gusto devoraba, aplastando su nariz contra mi pubis. Yo nada decía y ya se me habían quitado los deseos de levantarme e irme. Quizás después. De momento, se estaba muy bien así, tendido cual largo era, luego de haber pasado trece horas encajado en una silla de ómnibus y seis en una conferencia que me importaba tres diablos.

Al sentir sobre su lengua y en su mano los primeros latidos de mi derrota, ella guardó mi erección entre sus muslos húmedos. Quise detenerla por mala y por puta, pero sostuvo mis muñecas con sus manos y acercó su rostro al mío, rogándome solo con la caricia de su aliento:

—No, por favor —dijo y no pude negárselo, mientras sus lágrimas rodaban por mi cara y su moño se deshacía en una cascada sobre mis propios cabellos.

Una gota se coló en mi ojo y no pude evitar cerrar ambos. Fue entonces que, al roce de su sexo anegado, caí resbalando a un estallido de colores. Y hubo sinfonía de gemidos y de aromas. Hubo labios recogiendo cada lágrima derramada en el cuenco de mil besos. También me masajeó con lo dulce y rasposo de su lengua, mientras yo la llenaba hasta tocar su fondo y ella forzaba un poco más adentro, un poco más profundo, como si quisiera desgarrarse en mil punzadas al vendaval de nuestros fluidos combinados. Y su útero corrió en pos de mi glande, tocándolo una y otra vez para que abriera sus compuertas, para que lo empapara hasta la última célula, tembloroso y feliz del desenlace.

Tras un lapso que no pude precisar abrí los ojos. Su cabeza reposaba en mi hombro y sus ojos me veían por primera vez con hambre saciada y ligera sorpresa. Aún rodaban lágrimas por sus sienes y recorriendo el contorno de su nariz, que se me antojó la cosa que más deseaba besar en el mundo. Aún estábamos unidos en el raro animal de dos espaldas y ciertamente no tenía ganas de separarnos ahora, ni mañana. Quizás nunca.

Con cuidado de no salir, giré despacio hasta colocarme sobre ella que mansa, ya sin fuerzas ni altivez, se dejó conducir. Con el rescoldo de mi erección anterior hice nacer una nueva y me moví con toda la ternura que he tenido y tendré, mientras ella cerraba los ojos como lo había hecho yo y se dejaba penetrar entre gemidos, hilvanando orgasmos en mi ingle. Dos, tres veces volvió su vagina a pulsar agarrándome fuerte, queriendo exprimir cada gota de semen, deteniendo mi vaivén. En cada una de ellas quedé quieto, contemplando a la luz de la tarde que ya caía como ella boqueaba por aire y se arqueaba entre espasmos, pidiendo que no parase.

No la complací. Solo me extasié con su reclamo de hembra, luciendo una sonrisa de triunfo. Ella abrió los ojos, murmuró «malo» y rió conmigo, ladina y taimada, al añadir «…pero mío». Era cierto. Así que reanudé la conquista sobre su cuerpo, listo y decidido a que termináramos  juntos otra vez, buscando ansías e inspiración en sus senos, en aquellos pezones que trazaban círculos adivinándose en la penumbra. Ella lo notó y los sostuvo al alcance de mi boca, pidiéndome que los mordiera al tiempo que abrazaba mis caderas con sus piernas, llevándome más adentro y manteniéndome ahí, al abrazo de las pulsaciones de su sexo.

Si era lo que ella quería, la iba a complacer. Puse una almohada bajo sus nalgas y la embestí con furia, precipitando sus emociones. Ella hundió sus uñas cortas en mi espalda y no hubo dolor más dulce ni tortura más excitante. Yo correspondí poniendo la derecha sobre su garganta y apretando con poca fuerza, lo suficiente para que los arañazos se mudaran a mis nalgas en un último embate.

Así explotamos juntos y yo sumergí la cara entre sus senos, para ocultarle que también lloraba de puro éxtasis. Ella me sostuvo el rostro y lo llevó a su boca, despidiendo el momento con un beso tan largo como tibio, tan tierno y tranquilo, tan lleno de paz que no atine a responder su «te amo», eternamente feliz. El cansancio me venció sobre ella y allí dormí por fin mi insomnio, apretando su cuerpo con el mío, acunado por sus manos que recorrían cálidas mi espalda.

Y soñé, aun dentro de ella.  No puedo recordar en que mundo onírico me extravié, porque de cuando en vez salía del sopor cuando ella guiaba con dulzura mis caderas, o cuando apretaba la vagina para no dejarme ir, o cuando jugaba con mi pelo mientras cantaba una canción de cuna que me remontaba a épocas más sencillas. Pero, una vez más, juro por todo lo que sea sagrado que no hubo ni ha habido después un descanso más reparador que en aquella tarde-noche de septiembre.

Cuando abrí los ojos, restauradas mis fuerzas, me miraba acariciándome el pelo y en sus irises café había tal afecto, tanta amabilidad y devoción que me vi tentado a volver a dormir. Traté de acostarme a un lado para dejarla respirar, apenado por poner sobre ella todo mi peso, pero ella no me dejó ir: se abrazó y siguió mi movimiento, sin que dejáramos de ser un animal de dos espaldas.

—Mija, deja algo para luego.

—Ni loca. De acá dentro no te vas.

—¿Sabes que podría morirme ahora mismo de felicidad?

—Ni te atrevas, mi macho. Si te fueses, se iría mi paz.

—¿No dormiste? Seguro que ronqué.

—Y hablaste soñando. Y te acomodaste. Y cada vez que te iba a acompañar, me templabas un poquito. Así que termina lo que empezaste, abusador.

Fue breve, porque no podía ser de otra manera. Luego nos bañamos juntos y cenamos casi al filo de la medianoche. Tuvimos ganas de caminar y paseamos por la alameda, concurrida de trasnochado, borrachines, trovadores, fanáticos a la internet nocturna y parejas que, como nosotros, queríamos peinar la luna junto al mar. La ciudad, casi desierta al mediodía, trocaba el sol por la luna y salía a divertirse con ese tiempo desfasado que se vive en las urbes grandes.

Sobre el rugir de las olas en el malecón ella tomó mi mano, beso la palma y ´le murmuró a mis líneas de vida un «déjenme entrar». Yo tome su rostro y, tras un beso mutuo, dibujé en sus labios un «te amo» con los míos. Ambos lo decíamos en serio.

Por supuesto que en los días siguientes nos conocimos muchas veces más, aprendimos a dejar tiempo para otras cosas fuera de las largas sesiones y comprendimos que no hay que derrochar artes todo el tiempo. Tuvimos sexo tanto como nos hicimos el amor, lo primero con hambre mañanera —cuando el fiel y jodedor gallo del patio nos sacaba del sueño— y lo segundo como refinados gourmands en las cálidas noches de septiembre y ventilador.

El día de mi partida pasamos la tarde en un banco junto al mar y yo volví a conocer el descanso en su regazo. La noche del adiós nos juramos ese amor que solo pueden compartir dos almas con los pies ennegrecidos de dar tantos tumbos por la guardarraya. Mientras me iba, todavía apretaba en un puño esa petición que le había hecho a mis líneas, junto al calor de su palma y el sabor de sus labios. Fue entonces que su lágrima salió de mi ojo y resbaló hasta mi barbilla. La dejé hacer y que se escurriese en sal en mi cara.

¿Nos veríamos otra vez? Sí, durante unos meses lo intentaríamos, hasta que la distancia enfriara las pasiones y los defectos —míos, de ella, eso no importa— pesaran más que el esfuerzo de cruzar abismos. Ella o yo buscaríamos al final otros brazos para revivir la felicidad, mientras otra vez caminaríamos guardarrayas como almas incompletas, vagando sin rumbo. Solos, en otras compañías.

Porque bien sabíamos que nunca regresará aquella tarde en que —por primera y única vez— fuimos eterna y para siempre felices.

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