A la espera de buenas noticias concernientes a la publicación de “Guadaña Universal”, premio Hydra 2020 en coautoría con Yadira Albet, vamos calentando motores con una de sus historias. Toca el turno que hable Maya, desde el capítulo “Deambulantes”.
A la puta calle —me dijo mi padre un mal día, hace ocho años. Esa había sido una promesa de destino amasada largamente, cada vez que entre la rioja y el porro echaba cuentas desde su ascendencia polaca y —usando los dedos porque el muy hijo de perra apenas había aprobado la educación elemental— se daba cuenta que mejor hubiese hecho en invertir en condones.
Yo, apenas púber, tenía como máxima aspiración e ideal que me saliesen las tetas para asegurar mi permanencia en casa, tal como hacían mis dos hermanas mayores. Mis tres hermanos, intercalados a lo largo de las edades de la familia, tenían que buscársela en la puta calle. Pero al parecer lo hacían bastante bien, aunque sospecho que no de forma demasiado honesta. Para mi quedaban tareas menores —en esencia, limpiarle el culo a la abuela ciega, matrona absoluta desde su camastro mientras le alcanzó el combustible para cocinar su mala leche. Invidente y todo, fue la única persona a la que vi, luego de palparle la cara con mucho tiento, tomar a mi padre de los cabellos y darle dos sonoras hostias por haberme levantado la voz.
Si de alguien conocí el agradecimiento, fue de la yaya. Hasta dónde sé, el resto de los nietos le daba lo mismo… de la misma forma que ellos pasaban cerca de su sagrado rincón en nuestro piso de tres habitaciones como si lo que estuviese ahí tumbado fuese una rocola vieja y no una anciana. Más aún, era como si hubiese una especie de campo de fuerza que enjaulase a un animal peligroso, porque aunque ciega la yaya no era muda y montaba unos pollos ella sola que para qué. Al menos, a mí sí que me dispensaba palabras de cariño cuando la movía para aliviar sus escaras, o cuando le daba su ración de la olla familiar que mis hermanas mayores preparaban. También tenía la decencia de dejar un tercio de su plato, alegando que no tenía hambre, y me ordenaba con falsa severidad que lo limpiase —a lametones, se sobreentiende.
Su aura de respeto me cubría como una sombrilla, pero también la animadversión que causaba se trasmitía hacia mí por ósmosis. Qué sé yo si era su olor —fuerte, rancio, característico— o era que su fino oído estaba alerta cuando me separaba de su lado para ir al baño o al patio para lavar los trapos con que cubría su desnudez y las descargas de sus esfínteres cansados. Pero ni la gente de mi casa —a los que no puedo llamar míos porque nunca lo fueron— ni los vecinos, cotillas y de mala vida, se demoraba en notarme el tiempo suficiente para ser malos conmigo. Sospecho que la yaya debió ser una verdadera bruja en su adultez como para imponer en su ceguera tal nivel de respeto rayano en el terror: ella nunca lo mencionó a las claras, pero por las ojeadas de odio que le echaba mi padre cuando el alcohol o la droga le daban el valor —y eso que un corte de ojos no puede oírse—, debo asumir que las tres o cuatro yeguas que cayeron en su lazada parieron sus potrillos y salieron pitando a toda pastilla. En la distancia, creo que no le hacía demasiada gracia la endogamia, y era solo para desfogarse que cuando estaba lo suficiente borracho atrancaba a alguna de mis hermanas mayores en el cuarto de las lavadoras.
Como fuese, a las dos horas que los camilleros de la morgue se llevaron a la abuela, allá fue también a la basura el camastro apestoso, la maleta pasada de moda con las pocas pertenencias de la vieja y yo con ellas. Más que una persona, era otro de los trapos que se desechaban para airear el piso. Así que a la puta calle pasó directo de ser una advertencia susurrada a una realidad de crueldad superlativa. Como amenaza, nunca valió un comino mientras la yaya estuvo en vida.
Así fue como pasó Maya la cuidadora a ser Maya la indigente. Sin escala posible ni salvación probable, y si no fuera porque la ropa de la abuela hedía a su peculiar olor, desnuda me hubiese echado mi padre. En un principio me quedé rondando el colectivo, con la esperanza que algún vecino o vecina me necesitase para algo —honestamente, para cualquier cosa mientras tuviese un techo en la cabeza y me librase de la puta calle. Pero nada: lo que había sido aura protectora era ahora para la comunidad como el ruido de las cadenas del fantasma: molesto, incordiante y desalentador. Y la lluvia barre los olores. Y el sudor propio reemplaza al ajeno de la misma forma que el respeto antiguo se pierde. De escupir disimuladamente para espantar las maldiciones la peña pasó a directamente escupirme con algunas cosas más contundentes que la saliva. Ergo, no quedó de otra que ir a, ¿adivinan?
Aún no sé por qué dicen que la calle es puta. En mi bregar como deambulante —porque eso de vagabunda es políticamente incorrecto— aprendí que la calle puede ser muchas cosas, casi siempre todas malas. Las putas eran por lo general buenas conmigo. Nunca en exceso, porque en el asfalto todo en exceso es malo. Incluso encariñarse mucho con las putas, porque detrás venía el chulo a ver porque huevos estabas haciéndole perder el tiempo a sus chicas. Si había suerte, te echaba a patadas. Si no, se fijaba que tan malo no estaba tu culo y, o te lo quería coger —lamento decir que a veces lo conseguía tras un breve forcejeo que terminaba en una de esas hostias que te tira en el suelo y te deja zumbando la cabeza— o quería que algún paseante te lo cogiese, vendiendo tus nalgas como si fuesen nuevas o casi.
La calle sí que era brutal, denigrante, asesina, fría, contundente, rasposa, caliente, mojada, impersonal para unos y muy personal para todos los que la teníamos por casa. Incluso dentro de los deambulantes había una vasta ventana de percepción de lo que era la calle. Primero, estaban los locos. No sé si primero o últimos, porque al fin y al cabo por esa categoría oscilábamos a diario… pero ellos se quedaban allí la mayoría del tiempo, o habían llegado directo escapados de sus casas o quien sabe de dónde. La locura no hace distinciones: cualquier raza, sexo o edad le viene de perlas. Ellos corrían a veces pero, la mayor parte del tiempo, marchaban lentos como zombis, arrastrando los pies y mirando no sé cuál credo en los carteles.
Luego la calle acogía a los drogatas, que estaban cuerdos pero ardían de ganas de volverse locos y con esas ansias mejor te apartabas de ellos, o demostrabas que no tenías nada en absoluto que pudiesen canjear por un poco de chifladura. Vamos, que mejor no tropezárselos, porque igual te vendían por un gramo de hachís, ya sea como esclava ya sea como nevera llena de órganos frescos. Ni siquiera cuando estaban colocados era prudente tenerles cerca: todos los drogatas parecía que tuviesen adosada una navaja al final de la mano, y esa no la vendían ni por toda la coca del mundo. Sospecho que más que un instrumento para conseguir polvo o pastillas era algo familiar a lo que aferrarse cuando se iban de viaje. En los tres años que pasé en la querida y puta calle no faltó la ocasión en que alguien terminó confundido con un demonio o un monstruo de pesadilla y terminó destripado por un drogata. Por fortuna, no fui yo la que le sirvió de ejemplo a alguien de que es cosa chunga pegarse a un viajante. Y ofrecer, también me ofrecieron viajar para que se me olvidase lo bien jodida que estaba.
Tal como con los chulos, no voy a enorgullecerme que nunca pasó. Tal como estuvo mi hoja de vida, no puedo enorgullecerme una mierda de nada. ¿Hoja de vida? Hágame usted el favor. Si acaso, mi mayor logro fue no haber muerto.
Después venía una larga lista de monigotes que, como yo, estaban allí sencilla y llanamente porque la vida tenía un carretón de estiércol que descargar y no se le había ocurrido mejor idea que desparramar mierda en la avenida para que oliese a algo. A algo que siempre era malo, mires por dónde mires. Olía mal o estaba sucio, y mira que tratábamos por todos los medios y en todas las fuentes públicas de asearnos lo posible, siempre jugando cabezas a los municipales, que tenían por regla y deporte rompernos la cabeza si nos poníamos a alcance. Claro, que había quien por huir de la lluvia y tener una comida caliente pero asquerosa se arriesgaba a la más descarnada desnudez pública y la porra. Como consuelo, la más de las veces el sistema te tomaba lástima, te pegaba una curita en la cabeza rota, te daba un buen manguerazo de agua helada y te regalaba una noche en el motel de media estrella de la comisaría. Pero era un riesgo de los grandes. Con buena pata, te soltaban en la mañana con un desayuno de mierda, una tarjeta de algún albergue de más mierda —tarjeta que botabas en la primera papelera, porque nadie como los deambulantes para saber que nunca había cupo— y la firme promesa del cabo de guardia “que si vuelvo a ver tu culo en mi cabrona demarcación, la próxima noche la vas a pasar en la prisión condal más negra que se me ocurra”. Y te ponías a patear la calle hasta otro municipio de la Jungla porque la mitad de las veces, más que una amenaza, era una advertencia de lo que te iba a caer a ti y a tus muertos.
Nadie regresaba de la cárcel condal. Los más ilusos o los más tontos del culo te hacían camelos de que allá se estaba bien, de que te reformaban y salías con chamba y pisito. Y una mierda envuelta en el testículo de una oca. La calle nunca es tan generosa, ni te suelta a por las buenas. Si te deja ir, es siempre para abajo, a un círculo peor. Si lo sabré yo.
Ni vivía apenas cuando empezó a correr el rumor de la Guadaña. Los que sabíamos leer teníamos cierta noción de ello, porque algo se intuía en los titulares de los diarios olvidados en la estación del Metro. Claro, que ni las cifras ni la percepción de riesgo significaba para nosotros un gargajo de la cartuja, pero los paseantes a quienes pedirle un euro escaseaban, y los pocos que te encontrabas iban enmascarados y con susto en la mirada. Así, como los neandertales en medio de la helada, había que andar más para obtener menos. Hasta los pepenadores, quizás los únicos deambulantes a los que la puta calle les permitía sacar algún provecho de la basura de la Jungla, empezaron a contar nerviosos las monedas y se mostraban mezquinos —mucho más que lo habitual— al canjear latas de comida caducada por pequeños tesoros de dudosa procedencia. Hasta era imposible encontrar quien se prestara a recibir la mamada de rigor que garantizara pasar el día con algo en la panza.
La certeza de que las cosas iban de mal a peor fue cuando una parte de la peña comenzó a boquear y escupir sangre. Vamos, que llegado el tiempo adecuado nadie se inmuta cuando tropieza con las tripas de un colega abierto a navaja por quien sabe que “quítame acá las pajas” o “eso es mío porque lo vi y lo quiero”. Pero estar compartiendo una salida de calefacción y ver cómo tu recién nombrado vecino vomita la vida luego de reírse de algún chascarrillo es otro nivel de acojone. De ahí sales pitando con la cara cubierta por el chal de la yaya, con el cerebro frito de la duda de si a ti también te ha alcanzado el bicho y contando con los dedos de los afeites que te quedan.
Nos movíamos más y comíamos menos, hasta que de pronto seguíamos corriendo la carrera del pollo loco pero había muchísimo más de comer. No porque los basureros de los restaurantes estuviesen de Navidad y regalasen sobras a tout et plain, sino porque cada vez íbamos quedando muchísimos menos y vea, que yo lo vi y a pastos, hasta los municipales nos dejaron en una paz relativa. Estaban muy ocupados apilando cadáveres y no solamente de los deambulantes. Más que nada, los sacaban de esas casas llenas de luces de colores pocos meses antes, que se enlutaban en la oscuridad con las puertas precintadas de amarillo.
Algunos de la peña se jugaban la lotería y allanaban los pisos desocupados. Pero yo había cultivado por años una extraña pero persistente costumbre, no ya de vivir, sino de resistir a morirme.
Cuando me di cuenta que la iba a tener negras para lograrlo por mí misma, empecé a escuchar esos anuncios que había decidido que era ruido blanco. Por la puta calle corría la voz que el gobierno —ese patriarca adinerado al que siempre le habíamos importado… bueno, que no le importábamos ni siquiera lo suficiente para contabilizar el aire que respirábamos— estaba creando un centro de acogida para nosotros. Parecía el bulo más absurdo del Universo, pero el ruido blanco tomó forma cuando las furgonetas de los municipales empezaron a gritar la buena noticia por los altavoces mientras recorrían la avenida. Así que algo parecía oler a salvación, aunque ya a estas alturas Mayita debería estar curada de espanto y saber que de la puta calle solo te vas al infierno. Pero como soy la más verraca de mi familia, allá me fui por mi propio pie.
Igual, iba a ser eso o la caja de pino —y eso es nada más que una metáfora, porque luego tuvo que valer el cartón y más tarde ni eso: carne muerta directo sobre otro cadáver en camiones de volteo. Cómo entré a las buenas al centro de cuarentena y no clasificaba todavía para el pabellón de los locos, el personal me trató con un destello de decencia que hacía años no había percibido. Las semanas que siguieron ya tuvieron la alquímica desgracia de transformar el poco oro de moro en la mierda que se esperaba. La peña que no vino a las buenas, la arrastraron a las malas y lo comprendí claro como el cristal: el Gobierno no quería salvarnos ni nada. La idea era confinarnos a un cercado lleno de guardias para que no deambuláramos por ahí en plan emisario de la Pandemia.
Ya por ese entonces apareció el mote de Guadaña Universal, y mira que estuvo bien colocado. En la población de ex deambulantes hizo zafra, cosecha y vendimia, y lo peor era que no había dónde correr tapándose la boca con el chal de la yaya —que de cualquier forma ya me habían quitado y sustituido por un barbijo sospechosamente de uso. Tampoco se podían contar los afeites con los dedos ni impedir que se te friera el cerebro, porque cuando tienes toda la población de deambulantes que queda —el loco, el drogata, el superviviente, el chulo, la puta, el pepenador y la madre de los tomates— en el mismo almacén cerrado, el aire te niega cualquier posibilidad de aislarte en un rincón a que el vendaval pase.
Todavía tengo impregnado en los pulmones el olor a cadáver vomitado. El aroma ácido y rasposo de la yaya era un perfume francés a la comparación.
En algún punto comenzaron a ofrecernos medicamentos en cualquier forma y presentación: aerosoles, gotas debajo de la lengua, inyectores, pastillas. Los drogatas saltaban de alegría, pero cuando llegaban al suelo ahí se quedaban hasta que los recogían con pinzas. Luego dejaron de ofrecer y empezaron a inyectar a mansalva, al sí o sí, al “te callas o te doy con la picana eléctrica”. Uno ya estaba tan débil y le daba todo un poquito tanto igual que ponía el brazo y trataba de acordarse de alguna oración a una Virgen, a cualquiera. No tenía la menor importancia, y sé de muchos que solo rogaban a la Guadaña que acabase de llevárselos de una puñetera vez. Ella parecía ser la diosa más complaciente, porque la más de las veces te complacía.
Pero va a ser que había desarrollado la terca manía de quedarme viva, y por vaya usted a saber unos cuantos compartían conmigo la misma costumbre. De a poco empezaron a sacarnos del almacén y los médicos en trajes de protección completos volvieron a ser amables con los pocos que ocupábamos las camas. Ya repuestos, nos sacaron sangre, nos pusieron cuquis y dejaron que muchos reporteros vestidos de astronautas nos hicieran entrevistas y nos tiraran muchas fotos. Tal como si les importáramos algo más que el hecho que a la Guadaña no le diese su reverenda gana de llevarnos para el otro barrio.
En un final, era verdad que estábamos comiendo por la barba, así que trataron que sirviésemos para algo. Muchos de mis colegas se han unido a lo que queda de los municipales a tratar de imponer algo de orden en la Jungla. Pero yo he tenido ya mí medida justa de andar al descampado: en un final, hacía falta alguien que se conociera la ciudad como la punta de su pañuelo para dirigir las correrías de los operadores. Ahora que ni falta que me hace me quedo en casa, bien a cubierto y con la barriga feliz haciendo lo que mejor se me daba de niña: ser los ojos de mis compañeros para vigilar la ciudad y cuidar de ellos, tal como el lazarillo de la yaya.
Aun así, la vida me hizo un regalo de consuelo para que viese que al final la justicia existe y que soy mala persona hasta la raíz. Un mal día, a la puerta del complejo llegó un medio polaco con una pierna rota, montado en una carretilla que arrastraban sus dos hijas. Asilo, imploró el muy cabrón, que si a estas alturas no estaba muerto era señal que él y su descendencia habían heredado el gen de la inmunidad.
De más queda decir lo a gusto que me quedé, cuando encendí el altavoz de la casa segura y le indiqué cortésmente que podía irse a la puta calle.