Soy un tipo reservado. Asocial, podría decirse: dentro de círculos donde me siento cómodo me han dicho que soy bienvenido, simpático incluso. Pero esas zonas de confort son pocas. Nunca me ha gustado que la gente tenga elementos para juzgarme, así que vivo a puertas cerradas…tal como corresponde a alguien que se gana la vida escribiendo y necesita concentración.
Eso me convierte en rara avis en la barriada donde vivo, hace ya doce años. Entro y salgo de mi casa con un “buenos días” y “buenas tardes” a los vecinos que se cruzan a mi paso. Más allá de eso, si tocas a mi puerta para pedir azúcar o dinero para una buena causa y los tengo, sin dudar te los doy.
Pero, pese a la costumbre establecida en Cuba de que todos sepan pelos y señales de tu vida, el tema de quién soy y a qué me dedico no sale a menudo en las conversaciones, porque no soy muy de socializar.
La historia que nos concierne
Pero basta de preámbulo. Vamos a la parte en que me he convertido en leyenda.
Era un lunes, no cualquiera sino atípico: mi barrio es tranquilo, pero de cuando en vez hay alguna efeméride religiosa que se celebra con un sonoro tambor. Para quienes no lo sepan, en esta fiesta de santería se reúnen a festejar muchas personas de la tradición yoruba con percusión y cantos. Se hace por todo lo alto, pero en mi país se tolera, sean los vecinos creyentes o no creyentes.
En estas fiestas las familias llevan a sus hijos, pero ellos no participan en ciertos momentos de las ceremonias —rituales, sacrificios de animales, etc. Así que, gracias a la seguridad ciudadana que sorprende a quien no es cubano, la panda de chicos y chicas juega libremente por el barrio. Juegos tradicionales como “los cogidos”, “los escondidos”, “policías y ladrones” y otros más que no dependen de pantallas y que pueden hacerse al amparo de la oscuridad del anochecer.
Pero el niño cubano es ruidoso. No habla, grita “¡PO-PO-PO!”, imitando un arma imaginaria —porque no necesitan juguetes para que todos estén armados al instante— y arenga y chilla sin ningún control, mientras nadie lo regañe. Como mencioné antes, trabajo a escasos tres metros de donde ellos habían hecho su escandalosa base de operaciones.
Pero como ese tipo de exabruptos sucede dos o tres veces al año y para que no me cuelguen el letrero de vecino pesado, me resigné a tolerar el brutal ataque sónico. A ver si a los diplomáticos no les iba a doler la cabeza con esta tortura real.
Del “policías y bandidos” pasaron a los escondidos para alivio de mis orejas, pero esto representó un nuevo problema: mi portalito, pequeño y oscuro, es ideal para esconderse y la verja que lo cierra no tiene candado. Así que uno de los chicos más valientes —no residente del barrio— se esconde en él.
Ok, aunque no me hace mucha gracia que se viole mi espacio, mientras no molesten (mucho más)…
Las cosas escalan
Pero lo siguiente es, ante el reproche de uno de los del barrio que no juegue ahí, preguntarse si aquí vive alguien o no. Recuerden que estoy a escasos tres metros y ellos hablan a gritos. Entonces deciden pasar a las bromas pesadas: tocar y correr. Ya eso requiere tomar medidas, por supuesto.
Obvio, sé dónde se dirigieron, y ellos huyen despavoridos al amparo del pasillo del tambor. Los anfitriones son vecinos que no conozco, pero es una ocasión adecuada para presentarme. Sin prisas pero sin pausas pido permiso sorteando a los participantes del tambor, que miran asombrados como un blanquito cuarentón de pelo largo y vestido de negro avanza preguntando educadamente por los padres de los niños bromistas.
Vamos, no es lo usual que se espera ver en una fiesta de ese tipo y asistencia. Ni la postura normal del vecino ofendido, que habría gritado y armado líos que desembocan en mi barrio en peleas machete por medio (sí, somos así que animales y folklóricos en El Canal del Cerro).
El poder del regaño educativo
Al final del pasillo allí están todos, temblorosos y escudados en un señor caucásico vestido de blanco, a quién cortésmente explico que los niños habían apostado por el viejo truco de “toca y corre”, pensando que mi casa estaba vacía. Ellos balbucean justificaciones inconexas, cuando yo había escuchado todos los preliminares del plan, a un paso de la puerta.
El señor, que sospecho que era el padrino que presidía la fiesta, les dice que me pidan disculpas y me asegura que no volverá a pasar. Que, por favor, las aceptara y dejase atrás todo el asunto de hablar con los padres, porque cuando un niño pide disculpas se le debe escuchar.
Reconozco que su buen juicio me impresionó gratamente, así que luego que la chiquillada me pide perdón acepto la disculpa colectiva y me retiro. Los niños salen a jugar otra vez, menos ruidosos pero obviamente reprimidos ante la posibilidad de un buen jalón de orejas.
Pero salen a la desbandada cuando pasa el panadero y yo salgo a comprar. Para demostrar que no hay rencores, le pregunto a dos —que no han tenido tiempo de huir y que me miran con ojos como platos— si han visto al panadero y no atinan a decirme…cuando el vendedor estaba justo en la acera enfrente de mi casa.
Así nacen las leyendas urbanas
Compro el pan y uno de los niños, una chica de unos once que no es del barrio, se anima y me pregunta:
“Dice los niños que usted mata gente, ¿es verdad?”
Me río y le digo que claro que no. La panda, por si las moscas, se van a la cuadra de al lado. Yo, por si el gorila, abro la ventana de la calle para que quede claro que sí estoy en casa y no tengo ninguna víctima colgada de los talones en la sala.
Así es como me entero que me he transformado en una leyenda urbana: sin saberlo, era la mezcla del Chernobog de la cuadra con el hombre del saco a los ojos de aquellos niños. Un viejo pelú vestido de negro y con cara de malo, siempre encerrado en su casa, de la que a veces surgen sonidos guturales extraños (porque escucho metal, una música con las que ellos no están familiarizados).
Parece hasta inicio de un cuento de Lovecraft, ese del anciano terrible que hablaba con fantasmas piratas: “En los doce años que allí mora, pocos han podido posar sus ojos sobre su figura siniestra…”
Imagínense. Algunos de esos niños no me han visto más de dos o tres veces en su vida, porque salgo y entro de casa en horarios en que ellos están para la escuela. Ninguno de los chicos de este cuento pasaba los doce, así que nunca supieron quien vivía antes en esta casa. De buena tinta sé que algunos de sus padres tampoco me conocen como vecino de la cuadra.
¿Moraleja? Bueno, tengo que empezar a abrir la ventana de la calle de cuando en vez y dejarme ver en el barrio. Seguiré siendo igual de amable con los vecinos, pero ni de coña trataré de congraciarme con los chicos con dulces o caramelos. De seguro pensarán que los estoy engordando para comerlos como la bruja de Hansel y Gretel. Ya crecerán y cambiarán de idea, me imagino.
Pero no sabía que a los ojos de los niños de mi barrio un escritor de terror y novela negra, poeta a veces, luce tan sórdido e intimidante.
Una vez más, igual me la suda. 😉