Yo soy de ese tipo peculiar de románticos que adoran los finales felices. Así que, por cliché que parezca, tomo asiento en el banco del parque y me dedico a contemplar por igual niños y palomas. Sartre y Vargas Llosa que duerman en mi mochila, para las horas de aburrimiento en el vagón. Algunos lugareños, pocos, me dedican una sonrisa y un saludo, aunque estoy convencido de que me están confundiendo con otra persona. En mi vida he pisado yo estas aceras, ni lo hubiera hecho si no tuviese que cambiar de transporte.
Miro el reloj, con más desgano que esperanza. Aún me quedan por lo menos tres horas antes que el tren para La Habana salga. Algunos pasajeros se arriesgan a perderse y encontrarse a tiempo en las callejuelas de Santa Clara, pero yo prefiero no confiar en la buena estrella ni tengo ganas de hacer turismo rural. Además, ¿qué necesidad hay de ir a buscar a la gente, si cómodamente sentado en este banco puedo ver pasear ante mis ojos una muestra representativa de la ciudad?
Cada villa habla en boca de los que viven en ella. Con mirarles a los ojos o ver el porte con que andan es más que suficiente. Aquí, predomina una mezcla de taimada calma y buena vibra. No como el pueblito de donde huyo y de cuyo nombre prefiero olvidarme. Esta es una ciudad como Dios manda, nacida del crisol de la opulencia pasada y cocinada al fuego muy bajo de esperanzas que quieren llegar y no llegan. Quizás no falten las almas fugitivas que ya no soporten un minuto más en el encierro de este entramado citadino y quieran huir a una jaula más grande y mejor iluminada. Pero la mayoría de los que pasan tienen la mirada sosegada de la pertenencia.
Eso me gusta y fantaseo con dejar escapar el tren para probar mi suerte en esta urbe, infinitamente más acogedora que mi pueblito de mala muerte. Pero no: yo soy uno de esos románticos que, si va a soñar, prefiere hacerlo en grande. La capital, o nada. Aunque tampoco descartaría que La Habana fuese solo una breve escala para ver de verdad el mundo, para cambiar la vía férrea por la pista de despegue.
La pregunta correcta no es ¿por qué?, sino ¿por qué no? Estoy convencido de que todo lo bueno puede pasarle a los románticos, y yo soy de los que adoran los finales felices.
De a poco avanzan minutero y horario, y de a poco el sol se recoge. Las farolas marcan círculos de luz en el parque, mientras los niños se recogen a sus casas y las palomas a los aleros de las antiguas mansiones coloniales. Una nueva fauna de polillas de luz y parejas furtivas los reemplaza, pero igual me alegra ver esta otra cara de la ciudad, tan repetida y cotidiana —y cliché también, como es obvio— como la que podría verse en cualquier otro pueblo, cualquier otra urbe y cualquier otro parque.
Aún falta hora y media para decirle adiós a este banco, que ya se me está haciendo sospechosamente cómodo. Arrullador, casi.
Para alejar al sueño, me aventuro a transitar alguna calleja. Pero nunca a más de una manzana de mi parque —no es mío, más bien yo soy suyo luego de haberme cobijado por tanto tiempo. Venden un buen café muy cerca, así que hago acopio de monedas y completo un doble: será suficiente para mantenerme alerta hasta que esté cómodamente tumbado en uno de los coches rumbo a La Habana, con Vargas Llosa y Sartre por compañía. ¿Y ahora? ¡No faltaba más! De vuelta a mi banco, que para tener un final feliz no se me puede escapar mi tren, a escasa una hora de distancia.
Hay más polillas y menos parejas en los círculos de luz: los amores tórridos y furtivos gustan de la penumbra. Es mi última oportunidad para conocer la ciudad a través de sus paseantes: jóvenes que buscan refugio y señal más barata en sus dispositivos y borrachos que buscan su dosis de cirrosis barata en los portones. Ya van devorando mi último tiempo aquí el horario y el minutero: con media hora bastará para que diga el adiós definitivo a una Santa Clara que nunca he pisado, ni volveré a pisar jamás.
Pero, por supuesto, soy de ese tipo peculiar de románticos que adoran los finales felices. Así que, para que mi viaje pueda seguir a buen término, hay un cliché más que debo cumplir. Me ajusto la mochila, saco del bolsillo la navaja y camino furtivo hacia la penumbra donde una pareja jadea y suspira quedamente.
Dudo mucho que les alcancen diez minutos para reponerse de las heridas y pedir auxilio. Cuando lo hagan, ya yo estaré cómodamente leyendo a Sartre y Vargas Llosa, con dinero en la billetera y camino a mi sueño. Nada saldrá mal: estoy convencido de que todo lo bueno tiene que pasarle a los románticos.
Buenos días, Álex.
Te iba a comentar la belleza y los beneficios de la contemplación del mundo.
«…qué necesidad hay de ir a buscar a la gente, si […] puedo verles pasear ante mis ojos».
Pero ¡qué final!, ¡qué bárbaro! Me dejaste el alma en vilo.
Nos entretuviste colmándonos de dulzura para dejar listo el escenario a un contundente romántico.
Enhorabuena por el relato.
Un abrazo.