Cuando escapábamos de la casa de pan de jengibre, mientras nos llenábamos los bolsillos de perlas y piedras preciosas, Gretel tomó por error una página del libro de alquimia de la bruja que, en el mientras tanto, se iba dorando en el horno sazonada en sus propios gritos.
En defensa de mi hermana, no lo hizo a posta: solo arrancó lo primero que tuvo a mano para envolver un broche particularmente bello, en forma de un ave que tenía de oca y de avestruz. Yo tampoco me di cuenta de nuestro error: tan apurado estaba por salir de aquel lugar de pesadilla. El aroma a carne poniéndose a punto de tenedor no ayudaba a que pensase con claridad. Confieso, horrorizado, que me daba hambre.
Una cosa es robar y matar a una bruja –que no estuvo bien, porque ya puestos debía a la pobrecilla mis kilos de más y le había dado empleo a la Gretel sin tener permiso de trabajo en aquella parte de Bavaria– y otra muy diferente mutilar un libro de hechizos. Luego nos arrepentiríamos…pero mucho después.
En resumen, que volvimos a casa con nuestro padre, y por algún tiempo todo fueron risas y tiempos buenos. Nuestra madrastra yacía bajo una cruz de madera en la parte de atrás del patio, pero aquello solo era un plus. No íbamos a ser nosotros quienes interrogásemos a Padre sobre las circunstancias de su muerte. Sí recuerdo que cuando el magistrado –muy orondo él en su caballito tordo– se puso suspicaz sobre el origen milagroso de la nueva fortuna y la desaparición de nuestra madrastra, Padre se sentó en el porche a afilar su hacha, con unos ojos brillantes y una sonrisa torcida que no admitían preguntas. Al final, vivíamos en medio del bosque perdidos en la nada…y el magistrado recordó de repente que no había dejado migajas.
Concluyendo, que nos fue bien por unos cuantos años, cuidando de Padre. Gretel ya se había acostumbrado a la rutina del hogar y el dinero nos sobraba. En cuanto a mí, luego de mi amarga, pero dulce experiencia, me convertí en uno de los jueces gastronómicos más importantes de la comarca. ¿Cómo no serlo? De la bruja puede decirse cualquier barbaridad y contar historias escalofriantes –yo mismo he tenido que repetir la mía hasta la saciedad en mil tabernas–, pero si algo conocía ella a la perfección era su cocina.
He sido juez en cuanta competencia de guisados, pasteles y asados de cosecha a cuantas leguas se pueden caminar a la redonda sin irse de Bavaria, pero que me aspen –o al menos lo intenten por segunda vez– si alguno de los ganadores siquiera se acerca a las delicias que probé en el establo de la bruja.
Para no expandir la historia en exceso, nuestro padre tuvo una vida muy larga, muy cómoda y ligeramente atormentada por sus fantasmas. Tanto duró, que Gretel ya no tenía edad ni belleza para buscar marido, ni yo había tomado moza por mujer. Nos miramos con ojos críticos: ella era vieja y flaca y yo un gordo viejo. Con lo que aún quedaba del saqueo quizás podía darle una dote decente a mi hermana para que buscase esposo, pero nuestro linaje terminaría con nosotros.
Fue entonces cuando se unieron dos coincidencias poco comunes. Gretel, rebuscando entre sus joyas, encontró la página del libro de alquimia, y a mí, en pago a mis servicios como catador experto en el XVIII Festival Anual de Capones de la Aldea de Milhaussenstrassenwasen –ver Guía Michelin de la Selva Negra para más detalles–, me regalaron un horno microondas con todos sus accesorios.
Llegué sudando y rezongando a casa con el asno medio derrengado por el peso del aparato, cuando mi hermana salió corriendo a mi encuentro con la página y el corazón en un puño de alegría y nostalgia. No puedo decir que aquello no me conmovió. Aunque la bruja no le había puesto título a la receta, si aquella larga lista de ingredientes había salido de la mente maestra y la mano experta de la mejor cocinera del mundo, tenía que ser una delicia. Así que, sin darle descanso al pobre burro, Gretel partió al supermercado de la aldea más cercana con su larga lista de compra en ristre, mientras yo batallaba armando el horno. Gracias al espíritu emprendedor sueco el manual de instrucciones lo habían redactado en IKEA: solo tarde un día y medio en ensamblar nuestro horno.
Abrimos juntos la puerta y paleamos los muchos ingredientes. Carnes diferentes, vegetales comunes y exóticos, agua de diferentes ríos, especias de la China y la India, pimienta de Cayena…fueron tantas las exquisiteces que pusimos en el cuenco –microwave ready– que no podía imaginar que saldría de allí. Entonces, topé con una terrible disyuntiva: mientras en la receta ponía “hornear por cuatro horas y quince minutos”… ¿Cuál era el equivalente en tiempo de microondas?
Luego de estudiar cuidadosamente el manual, no se sacaba nada en claro. Al final, resolví por la opción de “vamos a ver qué pasa”: apreté cuanto botón se me ocurrió, y a partir de ahí nos guiaríamos por mi olfato. Al final, ¿quién podía decir que conocía el toque culinario de la bruja mejor que yo? Senté mi masivo continente al lado del extractor de gases y esperé con calma a que el puchero estuviese a punto.
Confieso que me quedé dormido, mientras los efluvios del maravilloso ¿asado? ¿pastel? ¿sopa? me cantaban una canción de cuna. Fue Gretel quien, entre paroxismos de felicidad, me despertó de mi paraíso gastronómico. “¡Mira Hansel! ¡Mira!”, me decía gozosa mientras sostenía un bebé regordete y lloroso, recién salido del horno. “¡En esto trabajaba la bruja todos los días! ¡Estaba creando la fórmula para hacer sus propios niños!”.
Sí que era ladina la vieja. ¡Yo que pensaba que por fin iba a poder recordar aquellos platillos exquisitos! La muy bruja estaba trabajando en su propia fórmula del canibalismo autosustentable, y nosotros lo logramos de pura chiripa. En los años que siguieron traté de repetir el experimento muchas veces, pero la burra de mi hermana no se fijó en el tiempo de cocción que marcaba la pantalla del microondas. Solo oyó llorar a Wilmer y lo sacó.
Los ingredientes son muchos y caros: para poder preparar la siguiente hornada, no tuve otro remedio que abrir una fonda y vender el producto malogrado de mis cocciones. De forma caprichosa, cada vez que aprieto botones al azar, espero un tiempo aleatorio y saco la carga del horno, siempre es un platillo diferente. Hay que reconocer que siempre sabe muy bien, para el deleite de reyes y príncipes y nobles de todos los confines de Europa que vienen a comer a mi fonda. Mi rinconcito de Baviera es ahora publicitado por todos los bardos y juglares como el mejor lugar del mundo para yantar.
Pero, para mi gusto, aún falta el toque de pura genialidad de la bruja. No obstante, lo seguiré intentando. Estoy lleno de esperanzas: si nunca logro repetir la fórmula del éxito en mi horno, al menos me queda el consuelo que nuestro Wilmer crece lozano bajo los mimos de Gretel.
Rozagante, oloroso… y bien gordito.