Capítulo I. La gracia más notable
Ver dos cucarachas quimbando es un acto tan raro que bien merece una foto en el National Geographics. Un Nobel de medicina, si logras distinguir el macho de la hembra. Yo las dejo hacer extasiada, chancleta en mano, con la maravilla de la contemplación voyeur de un acto reproductivo en un momento insólito. Claro que no estoy dispuesta a que una nueva generación de cucarachitas felices corretee por la cocina, a la conquista del cacharro del azúcar. O practique artes masticatorias en nuestros uniformes, pero les concedo la gracia de disfrutar el último palo antes de la sentencia por aplastamiento.
Por lo menos, como Romeo y Julieta, morirán juntos. Lo cual me lleva a la pregunta de si estarán sintiendo placer como nosotros. Vale que sean insectos y tal y su sistema nervioso no es tan complicado como para poder percibir emociones complejas como la envidia, el odio y el resto de los pecados capitales… pero algo tan básico como la divina reproducción ya debe ser harina de otro costal. Si no hubiese recompensa en el hecho en sí, ¿para que tomarse tanto trabajo? Porque la verdad que estas dos, con sus esqueletos quitinosos y rígidos, están jugando al Kamasutra a nivel Dios.
Carajo, como se me nota que estoy medio loca de aburrimiento. Pero es esto o la novelita brasileña de las once de la mañana, y prefiero el porno insectoide a O Globo. ¡Ah, aquí van mis años de entrenamiento en la academia de la Policía Nacional Revolucionaria! ¡Mis cuatro años de carrera de Psicología! ¡Mi vida entera practicando artes marciales! Para lo que has quedado, Samantha: juez y verdugo de dos pobres cucarachas que lo único que quieren es fecundar sus huevitos y pegarlos en cuanta juntura se encuentren… y, en el proceso, follar y disfrutar de la vida loca en este apartamento del Vedado dónde no falta la comida y no hay gatos. Máxime, cuando afuera recién comienza el febrero de un invierno que se ha destapado más frío y seco de lo normal.
Bueno, parece que el espectáculo está por terminar. Es cuanto se separen, va a tocarles chancletazo. Pero por mucho que los científicos se esfuercen en demostrar lo contrario, si hay un animalito que tiene desarrollado el sexto sentido de la inminencia del peligro es la cúcara. Suena el timbre de la puerta, ellas lo sienten —por las vibraciones en las antenas, según los doctos entomólogos— y se lanzan a la desbandada, cada quién por su lado, gritándose mutuamente “¡Qué palo más rico, papi!” y “¡Lo repetimos por la noche debajo del escaparate, diabla!”. Yo quedo atónita, chancleta en alto y con cara de comemierda, mientras el timbre insiste.
—¡Ya va carijo! ¡Que no vivo atrás de la puerta!
El reloj de pared y yo nos miramos con extrañeza. Once y cuarto de la mañana. Un poco tarde para fumigar, muy temprano para visitas. Al menos, esas que valen la pena y tienen la decencia de no asaltar sofás tan cerca de la hora del almuerzo. Hoy no le tocaba pasar a Gilberto, el psicólogo del MININT, devenido en amigo personal además de evaluador de mi cordura para regresar a la estación y poder tener una pistola de nuevo de nuevo en mis manos. Nadie había llamado para anunciar que pasaría a verme.
Bueno, a lo mejor es algún vendedor ambulante, al que los hijos de puta del barrio no le avisaron que en este apartamento vive una pareja de fianas. Quizás eso sea interesante y me distraiga de mis nuevas inclinaciones ¿zoofílicas? ¿porno-entomológicas? De cualquier forma, yo y mi chancleta nos quedamos con las ganas de hacer snuff. Me incorporo del suelo, me calzo y voy a mi aire hacia la puerta. Parece que mi visitante misterioso me oyó, porque no ha insistido con el timbrecito.
Por el hueco de la reja veo un jean de mujer apretado, una blusa de flores y una chaqueta de mezclilla adornando un cuerpo menudo y más bajito que yo, a juzgar por dónde queda la hebilla del cinto fino. ¿Quizás una vecina a pedir un favor? Bueno, solo hay una forma de averiguarlo: abro el candado y la cancela, para toparme con una cara conocida… pero que el resplandor del sol de casi mediodía no me deja terminar de enlazar con el nombre.
—¿Sí, qué desea? —Hago pantalla con la mano extendida a la altura de las cejas, y caigo en cuenta de inmediato— Eh, Iliana, ¿y ese milagro tú por aquí?
Nos besamos en la mejilla y la invito a pasar. Por supuesto que nos conocemos: la abogada del CENESEX era una muchacha joven pero muy simpática y entusiasta. Se especializaba en los derechos de la comunidad LGBTI, pero aunque comprometida con su trabajo, no era lo que podía decirse una fanática. En más de una ocasión había mediado entre el centro y la policía y su actitud siempre había sido respetuosa y conciliadora. La última de ellas había sucedido… — ¿tres meses atrás ya?— con el asunto de la desaparición/ intento de asesinato de Olguita.
Pero tampoco es que fuese íntima amiga mía. Ni me pareció que supiera dónde vivía yo. Nunca se lo he dicho, pero no por ello iba a dejar de ser una buena anfitriona.
— ¿Quieres agua? ¿Café? Colé por la mañana, pero si no te molesta tomar recalentado…
—Solo agua, por favor.
Chancleteo hacia la cocina. Bueno, lo único que se me ocurre es que Iliana quisiera hablar conmigo, llamase a la Estación de Zanja y Raúl le hubiese dado nuestra dirección. La respuesta más sencilla suele ser la correcta según el principio de la parsimonia, así que lo importante era saber el motivo de la inesperada visita. Esto en definitiva sí iba a requerir café, así que serví en dos tazas lo que quedaba del termo, les di un minuto de microondas y las puse en una bandeja junto a un vaso de agua con hielo.
—El agua no está muy fría porque descongelé la nevera, pero dale un chance al hielo.
La cara de la abogada estaba colorada, pero no pude decidir si era por el viento helado que avanzaba desde el Malecón o si había también algo de vergüenza por la intromisión en mi día. Cuando tomó un par de sorbos del vaso, me lancé a fondo.
—Y ¿qué me cuentas? ¿Pasa algo con Olguita o su bebé?
La abogada negó con la cabeza.
—Están de maravilla… Olga y su madre, reponiéndose de la mala experiencia. En el centro le estamos dando seguimiento al caso y apoyo psicológico.
—Imagino que la denuncia contra el hijo de perra de su marido sea firme…
—De eso, ni te preocupes. Nos estamos encargando de que le caigan arriba todos los cargos posibles, que no son pocos.
—Solo espero no haberla cagado cuando le puse la pistola en la cabeza.
Iliana se encogió de hombros.
—Desde el punto de vista de la fiscalía, ese punto ni tiene importancia ni borra los crímenes de Ernesto. Sólo me apena que te suspendiesen por culpa de ese criminal.
—Lo que me interesa es que gracias a eso Olga y su hijo están ahora sanos y salvos. No te preocupes: en un par de meses me restituyen y aquí no ha pasado nada. Bueno, sí, un animal menos en la calle. Bien guardadito en su jaulita, tal como debe estar.
El café está tibio, así que lo termino de un sorbo y sopeso la posibilidad de poner una nueva colada. Bueno, eso depende de la respuesta a mi próxima pregunta.
—Si no es relacionado con Olga, ya me dirás a qué debo entonces el honor de tu visita.
Iliana dejó el vaso mediado de agua en la bandeja y, tras un instante de duda, bebió también el café.
—Samantha… necesito tu ayuda en un caso que estoy llevando.
Caramba, qué más quisiera yo con el aburrimiento que me estoy gastando encerrada entre estas cuatro paredes. Pero las cosas importantes hay que aclararlas antes que la pita se haga nudos.
—Te advierto: estoy suspendida de momento como policía. Así que no puedo participar en ninguna investigación.
—Precisamente por eso es que eres la persona idónea para ayudarme. Verás, en la historia que te contaré ya se ha acudido a las autoridades… de una parte y de otra. Pero no es algo que pueda, digamos, entenderse a profundidad por los canales normales.
—Ili, aunque ahora no esté de servicio, sigo siendo policía. Así que espero que no vengas a pedirme consejo sobre algo turbio, porque lo reportaré.
La abogada ni siquiera pestañeó.
—Por supuesto que no. Pero sabes mejor que nadie que aún nuestras fuerzas del orden no tienen un nivel de empatía o pensamiento liberal para entender ciertas cosas. Tú, en cambio, me has demostrado siempre que analizas todos los puntos de vista de forma imparcial, piensas fuera de la caja y no tienes prejuicios. Y de eso último es lo que mi caso tiene de sobra.
Iliana participó en el proceso de violencia de género de Olguita, pero su especialización es lo relacionado a la comunidad LGBTI. Así que lo más seguro es que, hablando de prejuicios, por ahí vengan los truenos. En lo personal no me identifico mucho con esa área, pero puede que sea más provechosa para mi estabilidad emocional que quedarme en casa viendo novelas y matando cucarachas por dos meses más. Eso, sin contar que a un galgo no se le puede enseñar un conejo y esperar que se quede quieto.
—Bueno, abogada, favor que me haces. Aunque por los canales oficiales nada puedo hacer, puedes considerarme la amiguita chismosa del barrio. Cuéntame de que va la cosa, y ya veremos si puedo ayudarte en algo o no.