Tal parece que he nacido y vivido bajo el signo de esta vieja maldición china. Saquemos cuentas: en menos de cincuenta años he vivido en dos siglos y dos milenios diferentes, han pasado por mi país tres presidentes, sufrí en carne propia el derrumbe del campo socialista —pasando de una relativa vida calma a la más absurda pobreza— y crucé el abismo entre el radio y la era de Internet.
También ardieron en este, mi tiempo, los fuegos de muchas guerras lejanas: sin la aparatosidad de la Segunda Guerra Mundial, pero sin duda horribles para quienes las vivieron. Inclusive, sin llegar a ser en suelo patrio, estuve cerca de que me pusieran un AK en las manos, me embutieran en un avión de carga y me mandasen a matar o morir en Angola. Cosa que, por fortuna, no llegó a pasar.
Y, válgame Dios, he visto lo que es una pandemia.
Dimensiones no son consecuencias
Una pequeñita, a decir verdad. Solo una muestra de lo que podría ser: nada comparable a la peste negra que arrasó con Europa entre 1347 y 1353. Ni a la viruela, dónde bastó que un solo enfermo llegara a México en 1520 para matar en nueve meses a un tercio de la población de Centroamérica.
Pero estas duras pruebas no fueron televisadas ni publicitadas en CaraLibro. El año pasado, ni siquiera podíamos considerar la idea de una pandemia, gracias a la tranquilidad que nos ofrecían los avances científicos y los sistemas de salud aparentemente invulnerables. Eran —son— los tiempos del perro chiquitico de los memes, de la homeopatía, la terapia floral, la vigorexia, la comida orgánica, el vapeo, los hipsters, la música que no es música, las minorías, los ofendidos con razón o sin ella…
Y ese es el mundo al que queremos volver, olvidando la amarga lección de que, como colectivo, no valemos dos ochavos. Cada quién va a lo suyo a todos los niveles, empezando por mi vecino y terminando por los presidentes que se aferran, en todas partes, a sus poderes nivel Dios.
La mejor manera de perder
Ya lo dijo Juvenal, “Panem et circenses”. Mantén tranquila la población y oculta hechos controvertidos dando a la masa alimento y entretenimiento de baja calidad. Al final, eso es lo que todos queremos: estar tranquilitos en nuestra cueva y ni enterarnos de lo malo que pasa.
Claro lo tenían los clásicos: divide y vencerás. Por eso, es necesario siempre tener un enemigo a quién culpar de nuestros males. Porque, ¡hey!, yo siempre soy bueno y no tengo la culpa de lo que pasa. Si no hay, pues se inventa: los extranjeros, los rivales políticos, cualquiera que tenga una idea diferente a la mía tiene pinta de ser un buen blanco de las críticas. Yo, no. Yo soy el mejor y el más completo.
Ni las crisis acaban de ensillarnos al mismo carro y tirar parejo para salir de ellas. Cuando no queda contra quién volverse, arremetemos contra la ciencia desacreditándola. Clamar contra los expertos —esos mismos a los que hemos despreciado antes y no les hemos dado los recursos suficientes— parece buena idea. Volvernos a la religión y la fe ciega en algo que no podemos ver, también.
El dilema del perro chiquito
Una vacuna nos va a salvar a todos, ¿cierto?
Falso. Un virus no tiene nuestro dilema existencial, ni entiende de políticas de estado, ni de fronteras, ni de voluntades. Solo salta de un hospedero a otro y juega a la lotería, hasta que una mutación casual le ofrece más oportunidades de supervivencia.
O sea, hasta que se vuelve más efectivo y virulento. Tiene el tiempo de su parte, porque puede reproducirse millones de veces a lo largo de una sola generación de humanos.
Y el coronavirus no está solo: hay muchos otros virus y bacterias regadas por ahí, esperando su oportunidad. Muchas otras enfermedades también, que ven con agrado como con el tema del COVID-19 tratamos a todos nuestros problemas como si fuesen clavos y desviamos toda nuestra atención hacia la pandemia.
Así que créete que una vacuna nos va a salvar de nosotros mismos. Sí, como no. Compárate mucho con los demás, cúlpalos si eso te place. Pero mientras un solo país no sea seguro, ninguno lo estará. Quítale importancia al tema, cómo se la has quitado al cambio climático. Desvía y deflecta, odia, separa, ataca, desvívete en nimiedades, embrutécete, deja de pensar. Posterga, con la tranquilidad de no prevenir sino reaccionar… cuando sea tarde.
Tal parece que, para unirnos, solo nos funciona el miedo. A estas alturas y con estos truenos, solo un enemigo tan bestial como una invasión extraterrestre puede que nos sirva para dar el próximo salto evolutivo. O la rebelión de las máquinas —a las que le estamos poniendo fácil eso de que somos los peores enemigos de nosotros mismos— o la quinta extinción masiva. O un meteorito.
Pese a sus terribles consecuencias, el COVID-19 es una pandemia de pequeña escala desde el punto de vista de la Ciencia Ficción. Pero ha removido los cimientos de barro de todo el planeta. Si algo como esto ha puesto a la Humanidad en tal estado de histeria colectiva, nuestras posibilidades de supervivencia son menores que las de los dinosaurios. ¿Apocalipsis zombi? Ni siquiera podemos ponernos de acuerdo para dejar atrás nuestras diferencias y actuar como colectivo.
A menos que al perro chiquito le crezcan los músculos para volverse perro grande, como antaño. Así que ojalá y alcance a seguir viviendo tiempos interesantes.
Para no dejarte con amargura en la boca, un poema a tono, de mi libro “Los mapas del tiempo“:
Eternidad es demasiado tiempo
Tengo que sentirme por fuerza afortunado
por todo lo que he visto hasta el momento.
Es cierto que la mitad del tiempo he estado dormido,
a veces ensimismado en ser cronista personal
o en un lugar y tiempo desplazado.
Pero puedo decir con alegría que vi
con mis propios ojos el cadáver deificado de Lenin,
preso en su mausoleo y custodiado de gendarmes
para que no escapara tapándose la calva apolillada
con la bandera roja de los Soviets.
Sobreviví al error del milenio, sin más estragos que tener
que cambiarle la hora a mi reloj de pulsera.
Luego comprobé que las piedras de Stonehenge
no necesitaban tal ajuste desde hacía 4000 años.
Supe también que los mayas no eran alarmistas,
pero sí los tontos que creyeron comprender su calendario.
Me he perdido muchos acontecimientos importantes,
pero he coexistido con tres presidentes,
mientras muchos conocieron solamente uno.
Soy muy afortunado: un hombre, que ha vivido
en dos siglos diferentes y en dos milenios distintos…
todo esto en menos de cincuenta años hasta ahora.
¿Saben que es lo más curioso?
Que no me canso de maravillarme de lo poco que he visto
y no cerraré los ojos hasta el último segundo,
feliz de lo observado y lo perdido.
Porque, amigos, como dice el dicho:
para verlo todo hay que ser eterno,
y la eternidad se me hace,
en lo personal,
demasiado tiempo.
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