Capítulo 4. El monasterio de Santo Tomás
Fui yo quien seguí los andares de Rodrigo Díaz de Vivar y su mesnada y entendí sus constantes cambios de bando y vasallaje. Sí, el Cid era una leyenda… Pero no de la reconquista. Era la Voz del Conclave por esos tiempos, y sólo o aliado con caballeros árabes casi exterminó a los nosophori ibéricos desde 1067 hasta 1094. Valencia fue por aquel entonces el suelo sagrado del Cónclave hasta 1102, en que su esposa Jimena lo cedió a la rama musulmana de la Logia.
Luego de las Navas de Tolosa en 1212, me di cuenta de que el Al-Ándalus estaba perdido para el Islam. Hacía tiempo ya que mi misión de perpetuar el linaje de los omeyas carecía de sentido… O no. Nuestra sangre estaba tan arraigada en Iberia que nunca podría ser removida.
Con el paso del tiempo, mis ánimos de antaño se calmaron y comencé a ver el mundo de otra forma. La inmortalidad es una trampa tejida con segundos y pintada con décadas. Es cierto que nunca logré abrir el cuello de quienes mataron a mi familia, pero tras casi quinientos años de ellos no quedaba ni el polvo. Tampoco iban a durar por siempre los emires de mi linaje. Aun con algo de tristeza, me retiré a Granada a esperar el fin.
El final del emirato llegó el 2 de enero de 1492, cuando Boabdil abandonó la península y dejó a la hermosa Granada a merced de los reyes católicos.
Por aquel tiempo yo regenteaba una taberna, aprovechando la cobertura que esto me daba para poder movilizarme de noche y esconderme durante el día de forma bastante natural. Un poco más allá, este establecimiento me permitía adquirir sin levantar sospechas una buena piara cada semana para suplir mis necesidades de sangre, además de ser una magnífica fuente de información y rumores.
Como figura pública, no podía levantar ninguna sospecha. Con monedas, bebida y alegando mis múltiples responsabilidades, atraje al mismísimo Fray Hernando de Talavera, primer Arzobispo de Granada y su amanuense, en una noche del 1494 a mi taberna. Entre chanzas de los lugareños, canciones y mucho jolgorio, me hice bautizar cómo cristiano.
El escriba había aprovechado en exceso mi generosidad con el vino. En el documento oficial, en lugar de Álvarez, cómo había elegido por ser lo más cercano en castellano a Al-Abbás, quedo escrito Álaverez. Aunque en realidad, más que molestarme, lo vi cómo una señal del destino.
Es poco, pero por lo menos tengo el apelativo de mi dios en mi propio nombre. Y me gusta jugar a creer que la partícula que le sigue, verez, viene del latín veritas. Así, Alá-verez, sincero con Alá, es cómo siempre me he visto a mí mismo. A pesar de que al convertirme traicioné mis creencias, había servido al Islam por ochocientos catorce años. No pienso que un solo muslim sobre la tierra pueda decir lo mismo.
Gracias a mi pronto cambio al cristianismo pude escapar de las sospechas y las conversiones forzadas del Cardenal Cisneros en Granada al año siguiente, manejado por la Logia. No sería ni la primera ni la última vez que el Cónclave utilizaría la religión cómo punta de lanza para remover la guarida de los nosophori.
La situación se iba caldeando, por la doble moral que guardaban los moriscos y el aire de persecución religiosa imperante. Así que, por prudencia, en 1496 vendí mis propiedades, volví a fingir mi muerte por enésima vez y salí de Granada, con la venia de Iblis. El camino más seguro para mi parecía adentrarme en las tierras de Castilla, y hacia allí marché, disfrazado de mendicante dominico. Viajaba grandes distancias de noche, gracias a mi velocidad de nosophoro, y buscaba refugio en los conventos por el día para no levantar sospechas.
Y, al llegar a Ávila, cometí el mayor error de mi segunda vida.
Rayaba el alba, así que busque abrigo en el Real Monasterio de Santo Tomás. Como de costumbre, los monjes me acogieron con piadosa amabilidad y me ofrecieron desayuno y una celda en el claustro del Noviciado. Aun los rayos del sol no estaban en su máximo esplendor, y tras ocho siglos de vida impura se va desarrollando alguna tolerancia a la claridad. Oré los maitines cómo era menester, comí para guardar las apariencias y charlé de teología, antes de fingir cansancio cuando ya la luz comenzó a molestarme.
Al subir al segundo piso del claustro, camino a mi celda, me topé con dos ojos torvos que me dejaron helado. Ocho manos fortísimas me tomaron por sorpresa y con violencia y me arrojaron por los aires al patio, a la luz del sol de media mañana. Quedé sobre las baldosas del patio, aterido, inmovilizado por el dolor y humeante. En tanto, un anciano y sus cuatro acólitos, grandes y macizos cómo rocas, bajaron a mi encuentro con parsimonia.
De los hábitos de los dominicos comenzaron a salir espadas y dagas de plata, y mi mente empezó a gritar. El anciano me pinchó un costado con su báculo y sonrió. Le reconocí de inmediato, por el grueso medallón que aún detentaba en su cuello.
Sin querer, me había metido yo mismo en el lugar de retiro de Tomás de Torquemada, antiguo Inquisidor General de Castilla y Aragón…
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