Cuando el hábito hace al monje

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4.30 de la madrugada y la luna sonríe en su cuarto menguante, una clara noche de Diciembre.

Creo que es la primera y única vez que me he alegrado de usar nasobuco. Sí, ya sé: barbijo, mascarilla o como quiera que le llaméis en todo el territorio peninsular y Américas aledañas. Pero 9 grados Celsius (¡9 grados Celsius!) en una Habana que acostumbra a madrugadas de 28 y días de 31 es una singularidad.

Una oportunidad de oro para vestirte de asesino en serie sin que nadie te mire mal. Ni la policía, incluso.

Así que salgo a cazar, por primera vez arropado no solo en mi abrigo negro con capucha, sino también en el anonimato colectivo que nos regala la pandemia. Claro que la mascarilla no te garantiza la misma protección térmica que una bufanda, o un pasamontañas de toda la vida. Pero en Cuba no abundan ni lo uno ni lo otro —ni las posibilidades de usarlos— así que el habitual nasobuco debe servir.

Y sirve. Hoy lo he comprobado.

Efectos secundarios de usar nasobuco

Esto es algo que es sabido, pero no está de más aclararlo. Aunque la función primaria del nasobuco es bloquear la emisión y recepción de gotículas de saliva —vehículo predilecto no solo del Sars Cov-2, sino de muchísimas más malas yerbas que tratan de enfermar nuestras vías respiratorias—, el consabido trozo de tela doble tiene otras acciones secundarias.

La primera y más evidente es que nos da la sensación de que no nos llega suficiente aire a los pulmones. En torno a este tema, hay incluso estudios en que se ha monitoreado la cantidad de oxígeno en sangre con y sin mascarilla y se ha demostrado que los niveles son iguales.

Pero que no me chiven: sea psicológico o no, en cuanto te la bajas —miras primero si hay polis en la costa con ánimo de multar— es como si te hubiesen quitado una piedra del pecho, o acabas de nacer y respiras aire por primera vez. Casi te dan ganas de berrear como un recién nacido, pero de gusto. Tan es así, que por solo tener una justificación para quitarte la cabrona mascarilla te prendes un cigarro… aunque sea cortando el oxígeno con dióxido de carbono y nicotina, se respira mejor que con el nasobuco.

¡Ah! Otro efecto secundario del trozo de tela en boca y nariz: tu aliento se recicla. Y como la temperatura del organismo ronda en los 36 grados y pocas veces esa es la temperatura ambiente, si usas espejuelos como yo… tú bien sabes lo que pasa.

Además de no dejarte respirar bien, el nasobuco de las narices (buena imagen literaria) no te deja ver una mierda, porque tu propio aliento te empaña los lentes.

Aquí no hay escapatoria y es independiente al tipo de espejuelos o barbijo que uses: amparado por las Leyes de Murphy, tus gafas se empañarán en el momento menos oportuno y más peligroso. Cruzando la calle, por ejemplo.

La única vía para evitar esto es abrir bien la boca, de forma que el nasobuco se ruede y se transforme solo en buco.

Debería haber una dispensa legal para los cuatro ojos en cuanto al uso del barbijo, pero de momento es peligroso estar pidiendo derechos para las minorías.

Que conste: este blog no está patrocinado por ninguna MLC.

El segundo y tercer uso del nasobuco

Pero todo cambia cuando hay fricandor. La diferencia de temperatura es tan bestia que el aliento se enfría antes de llegar a los cristales. La exhalación calentita, molesta antes, te protege de los rigores de nuestro falso invierno (que es un verano con un par de días de vacaciones). Así que es todo un placer solo por hoy salir de cacería a cara cubierta.

Eso es lo mismo que hacen las bufandas y los pasamontañas en un final. Es un mito que abrigan o calientan: solo se limitan a mantener la temperatura de lo que cubren. Si no me crees, es porque nunca has envuelto un pomo de agua fría en una toalla. También serviría el nasobuco de Amaury Pérez para tal fin, a fe mía.

Pero al COVID-19 deben una deuda de gratitud los ladrones, los asaltantes, los pajuzos, los asesinos y los cazadores como yo. Mola mazo eso de andar ocultando tu identidad de lo más tranquilos, y de hecho por ley debes hacerlo.

No tengo pruebas pero tampoco dudas que la policía la lleva difícil en estos tiempos de pandemia, porque a la dificultad habitual de una víctima para describir un sospechoso se le suma que todos vamos embozados. Para no quedarse atrás, los polis también. Pero si les alcanzas a ver la chapa, están numerados y seriados.

Paso por delante de un coche patrullero apostado en una intersección, quien sabe si para dormir un rato hasta la hora del desayuno en la unidad, multar a conductores entusiastas o paseantes sin barbijo. Pese a mis pintas, no me detienen: si hubiese ido el año pasado vestido y embozado como voy, un viajecito a la estación no me lo quita nadie.

Listo para la acción

4.50 am y ya estoy preparado para saltar sobre mi presa. He estudiado su rutina, que siempre se inicia a las cinco en punto saliendo de casa.

Los diez minutos que restan los dedico a escribir a toda prisa este post, lo que refuerza mi imagen de naturalidad ante los ojos policiacos: no hay nada más normal hoy en día que un tipo con la cara cubierta, vestido de negro y hundido en la pantalla de su celular. Raro fuese lo contrario.

Por fin la puerta se abre y ella me mira asombrada. Sonrío bajo la tela del nasobuco, y el gesto solo se delata en mis ojos tras los cristales de los lentes. Con gesto triunfal, saco de mi abrigo con capucha el termo y exijo, dinero en mano:

—Llénalo.

Porque aún quedan lugares en La Habana dónde venden un café decente a peso. Aunque haya que salir a cazarlo temprano en la mañana, porque se acaba rápido.

De regreso considero la idea de invitar a los policías a un cafetazo, pero se me pasa enseguida. Tanta amabilidad sí que sería para ellos más sospechosa que andar sin el puto nasobuco, que solo hoy se ha portado a la altura de su nombre rimbombante.

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1 comentario en “Cuando el hábito hace al monje”

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