El último recurso*

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(Publicado originalmente en isliada.org)

Con esta noche, ya son tres. Tres días que la pobre Olga está desaparecida. La vida se mueve en grupos de a tres: tres minutos para tomar la próxima bocanada de oxígeno, tres días para vivir sin agua, tres semanas para resistir sin comida. Tuvieron el tiempo del agua para encontrar a Olga, y han fallado.

El mayor y el negro Santiago salen de la sala de interrogatorios. Mientras al primero le late esa vena en la sien —que presagia la necesidad de una pastilla debajo de la lengua—, el segundo tiene los puños tan apretados que las palmas de las manos son rojas y no blancas. No conversan entre ellos nuevas estrategias. No albergan ninguna esperanza ya. 

Tampoco Ana se hace ilusiones. No la mueve esa corazonada que alienta a la madre de la víctima. No tiene que mirar para ver que la anciana no se ha movido de la banca de mármol en el vestíbulo de la estación, aferrando el bolso de cuero marrón sobre su falda. No puede contentarse a la idea que es una investigadora criminal y no una especialista en miserias humanas. 

Ni una vez. Ni una vez ese animal ha dicho el nombre de su esposa embarazada. Para él, Olguita era “esa puta”, “la chiquita esa”, “la malagradecida”, “esa lengua larga”. No. Ana no se cree el cuento que lo ha abandonado como una papa caliente. Si no la nombra, la deshumaniza. Si la deshumaniza, es un objeto. Si es un objeto, es suyo. Si es suyo, lo puede romper.

A Ana no le quedan dudas. La ha matado. Ernesto no podía darse el lujo de que se le fuese. No porque la quisiera, sino porque si se iba su hombría de mantequilla se había derretido y los tarros imaginarios podían empezar a ser reales. La oficial abre la mirilla y le observa. Ernesto está sonriendo, pero no con la risotada bobalicona que usa en los interrogatorios. Es difícil para Ana ser imparcial y fría mientras ve como, esposado y todo, el hombre pone las manos tras la nuca, cierra los ojos y se deleita. No está nervioso, cuando debería estarlo. Cualquiera en su situación no quisiera estar aquí, pero él está a gusto. Como una rata gorda atascada en una cañería llena de mierda. 

¿Por qué estás a gusto, Ernesto? Yo creo que es que has encontrado alguna forma misteriosa y extraña de matarla, una que no podemos encontrar ahora mismo. Estás demasiado tranquilo. Demasiado relajado. Qué asco me das. Estás feliz de estar aquí. La has matado, cabrón. Estoy segura que la has matado. 

 Ana cierra la mirilla y regresa a su oficina. Cuando pasa delante de la puerta del Mayor, le llegan las palabrotas apenas apagadas por la plancha de aluminio. Es comprensible. Quizás quieren que el teléfono suene y les diga que la han encontrado, ya sea viva, ya sea muerta. Mientras tanto, no pueden hacer nada. Tienen que inhalar un momento y desapegarse lo suficiente como para regresar a la sala de interrogatorios. A volver a oír una vez más las mentiras que va a decir Ernesto, las ofensas que va a verter, la testosterona y el almizcle de bestia henchida que ni siquiera se digna a ocultar.

Tú estás cómodo, Ernesto. Eres el reo más cómodo que ha pisado una estación de policía, y ahora me doy cuenta por qué. Ana abre la cerradura de la oficina de investigaciones y enciende la luz, una luz fluorescente y fría como la de la sala de interrogatorios. 

Ya yo sé por qué estás tan cómodo, Ernesto. No es que estés donde querías estar. Es que todos nosotros estamos donde tú querías. Todo lo que necesitas es que nunca aparezca. Así, el caso de violencia doméstica se desestima, porque no hay nadie para acusarte. Entonces vas a ser libre por partida doble, para poder maltratar a otra infeliz lo que gustes, y de paso te habrás librado de Olguita y tu hijo.

La mujer saca el cargador de la Makarov, la sempiterna, la que falla un mundo, la imprecisa, la del montón, la que ha pasado por más manos que una puta de solar. Está cargada. El magazine cae en su puesto con el clic ruso que da tanto placer. Rastrilla la Makarov pasando trabajo, agarrándola con toda la palma. Deja un proyectil en el ánima, listo para darle nombre de lápida a alguien y pintarle un mundo de dolor, con una paleta que dura una centésima de segundo. Aún no es una declaración de guerra, porque pone el seguro. 

Estás a gusto porque nos estamos portando como lo que somos. Porque somos policías. Estamos para investigar, arrestar, reunir pruebas y poner a disposición de los tribunales. Luego, a otra cosa mariposa. Estamos yendo por el librito. En vez de estar allá afuera, removiendo cielo y tierra, te estamos contemplando. 

Ya lo entendí, cabrón. Mientras esto pasa, estás en el lugar perfecto, dónde mejor podías estar. Eso solo puede significar una cosa. Tú estás aquí y Olguita y su hijo se están muriendo en alguna parte que solo tú sabes. Mientras, te haces el inocente y dejas que el reloj se encargue. Por Dios, cuanto asco me das.

Cuando apaga la luz, por la persiana se cuela un rayo de luna. 

Ya me importa un bledo todo. Al carajo la profesionalidad, al carajo mi carrera y al carajo tú también. Esto ya no es por mí. Es por esa señora de la bolsa de cuero marrón, que con gusto se ocuparía de ti si le doy la pistola y la encierro contigo en la sala de interrogatorios. Es por lo que estoy segura de que haría mi madre a pesar de su Alzheimer, si no me pudiese defender. No es cuestión de hombría, ni nunca lo fue. Es que eres maricón hasta de alma. Lo que rompiste, lo vas a pagar.

Camina por el pasillo vacío de regreso a la sala de interrogatorios, la Makarov laxa en su mano, agarrada por el cañón. La estación está viva a su alrededor en el trajín nocturno, pero nadie la ve. Nadie la escucha, y así es como debe ser.

—¡Ah, así que se cansaron los machangos!— dice Ernesto con un mohín de desprecio cuando la ve llegar, volviendo a apoyar las manos esposadas en la mesa para aparentar mansedumbre. No se ha tomado el trabajo en fijarse en las de ella.

Ni una palabra. Ana usa la Makarov como un martillo y le pega con todas sus fuerzas en medio del cráneo. Ernesto no lo espera y se queda mirando confundido, atontado. Una gruesa gota de sangre busca seguir la gravedad y resbala por delante de su oreja. Con toda tranquilidad, la agente regresa a la puerta, pasa el pestillo y se vuelve, esta vez apuntándole directo a la cara.

Hay muchas otras formas de hacer esto. Más de manual, más tácticas, más cercanas a los métodos de coerción que se usan en situaciones de guerra. 

Pero no te tocaría ni con la punta de un palo. 

Ernesto hace un ademán fallido de pararse, pero la diminuta boca de la Makarov es argumento suficiente. La mira en una interrogante, se toca la cabeza partida y ve su sangre con sorpresa. Como si no hubiese visto suficiente en la cara rota de Olguita.

—¡Pero…!

Ahora es ella quien sonríe sardónica. 

A lo mejor estás esperando que te ponga la pistola en las narices, para tratar de quitármela. Pero la película del sábado fue ayer…

La policía de hoy está agazapada, con la Makarov en posición táctica de barrido: el arma pegada al torso, sostenida con ambas manos, con los codos pegados al cuerpo. Ana no es una guajirita recién salida de un cursito intensivo: es la mejor tiradora de su año. 

Me das demasiado asco como para acercarme. No importa que la Makarov sea una mierda: a esta distancia, es letal como todas las pistolas.

—Levántate y camina contra la pared.

—Oye chiquita, mira…

—Cállate. Manos en la nuca y a la pared.

Ahora es cuando Ernesto se traga su orgullo. Mira sorprendido a derecha e izquierda, imaginando que debe ser un farol de la policía… pero esa gota que sigue corriendo por la oreja le susurra una impresión diferente.

—Oficial, mire…

Sin dejar la posición táctica, Ana quita el seguro. El clic suena tan amenazador como si hubiese rastrillado la pistola aquí. Ahora sí es una declaración de guerra. 

—Detenido. Pared. Ahora.

¿Dónde está tu guapería, Ernestico? ¿Dónde la dejaste? 

Con el chasquido del arma, el hombre se echa hacia atrás y cae de culo. Está esposado y no puede amortiguar el golpe. 

Lo más jodío es que si tu miedo fuese realmente irracional y empezarás a gritar como la yaguasa que eres, a lo mejor mis compañeros pudieran salvarte de mí. ¿Nunca te habían apuntado con un arma, verdad? 

Ernesto recula cómicamente en tres patas a la esquina de la pared, mientras ella avanza con el movimiento frío y estudiado de sus días en el polígono de pruebas de la academia… teniendo especial cuidado de no resbalar en el rastro de orine que el hombre va dejando. 

Dios mío, pensaba que el asco tenía un límite. Me equivoque.

—Pero coño, oficial, dígame algo. ¡Pregúnteme lo que quiera! —tiembla Ernesto, cuando se le acaba el piso para reptar.

Qué asco me das, rata, cobarde, gallina, maricón de playa. Puta vieja, singao por culo, mamalón, abusador, cabrón… ¡qué asco me das!

—De rodillas, cara a la pared.

El hombre obedece como puede. Para ser una perra vieja, aprende rápido los trucos.

—Mire, yo a usted le juro por Changó que yo no sé…

¡Cuánto miedo debe darte tener que mentir sin mirarme a los ojos! 

 Ana aprovecha el segundo de silencio y da una mirada rápida al espejo unidireccional. Aparta rápido los ojos y se concentra en la mira de la pistola. Un momento más y también se hubiera puesto a temblar, aterrada por esa parca de ojos duros que le devolvió hielo desde el cristal.

—No me importa. Manos a la nuca.

Ernesto levanta las manos esposadas y cruza la cadena detrás del cuello, con movimientos imprecisos. Su cara queda a un palmo de la pared, su aliento empaña los azulejos. 

Qué asco me das.

Sin abandonar apenas la postura, la investigadora patea su cabeza. La nariz y la frente se aplastan contra la pared y siente como se rompe el tabique. Ernesto gime tratando de revolverse, pero está inmovilizado por la posición.

—¡Oficial, por su madre! ¡¿Pero qué le pasa conmigo?! 

—Así se siente cuando te parten la cara y no puedes hacer nada, maricón.

—¡Auxilio! ¡Me están torturando!

—No. A partir de ahora, solo te voy a matar.

Ahora sí que estás cagado, Ernestico. De forma literal. Entre tanta tembladera no me extraña, pero te has ido de verdad en mierda. Ahora tengo que tener más precaución que nunca de no resbalar en el charco que se estás acumulando debajo, y mi asco ya traspasa la náusea. Ni vomitaría por ti.

—¡Pero yo no le he hecho nada a esa puta!

—Tu esposa tiene nombre, y tu hijo también.

—¡Yo no le hice nada a Olga, oficial!

—Y a Jorge. No te olvides de Jorge.

—¡No les he hecho nada!

Una vez, el instructor de Ana llevó a los mejores tiradores a una clase especial. Lo que faltaba para la graduación era nada, y como iba un puñado selecto de cadetes, era claro que eso no afectaría la evaluación a nadie. Todos de fiesta y la jodedera. 

—¡Auxilio! ¡Está loca!

—Se van a morir, cabrón, porque eres tan mierda que no tienes los cojones para matarlos tú mismo.

El matadero de la academia era un edificio de dos plantas. Ese día, la clase era en un cuartico de tres por tres metros que estaba en la esquina oeste del polígono. El único que tenía techo.

Entraron uno a la vez, con una vieja Makarov como la que ahora Ana tenía en la mano y cinco balas de punta hueca. En ese espacio cerrado, ensordecidos por sus propios disparos, tenían que acertar a tres melones maduros y dos cabezas de cerdo.

—¡Auxilio! ¡Socorro!

—No me importa. Yo te voy a reventar aquí y ahora…

Despacio, Ana se acuclilla lo suficiente para apoyar el cañón en la base del cráneo de la masa que grita a sus pies cosas que ya ella no escucha. Ya ni siquiera siente asco. Resopla para limpiar los pulmones, antes de que se llenen del olor a pólvora quemada. Pestañea dos veces, antes que la cara se le cubra de la sangre cochina de esta bestia sin forma ni nombre.

—¡Te digo dónde están, coño! ¡Por tu madre, no me mates!

Aún Ana tiene pesadillas con ese día de práctica. Sentirse sorda, pero tener que disparar cuatro veces más. El asco de que cada fogonazo le salpique de algo pegajoso y amorfo. El miedo a que el disparo le devuelva una esquirla de hueso o en un plomazo de ricochet. El olor mezclado a pólvora, a la masa azucarada de los melones y la sangre y los sesos de las cabezas porcinas voladas en mil pedazos. 

El instructor había asegurado que lo único más asqueroso, era disparar a quemarropa a una persona. Entonces, habría también una neblina rosada. Ahora Ana iba a averiguar si el símil estaba a la altura de la realidad, pero siente la mano grande y firme del mayor en el hombro. La voz del superior susurra, con mucha dulzura.

—Ana, por favor. 

Pero aquí está sobre su dedo el de la madre, que fumaba un cigarro tras otro y acunaba un bolso de cuero marrón gastado lleno de muñequitos. La de Olguita, que pudo ser su amiga y tomar helado con ella en el Coppelia. El dedito de Jorge se abre y se cierra sobre el suyo en el gatillo, pidiendo una justicia que nadie iba a darle.

—Este hijo de puta la mató, mayor. Los mató a los dos.

—Puede que todavía no. Puede que estemos a tiempo. Solo entrégame el arma para seguir con el interrogatorio. Ana, déjalo ya.

El matadero, los melones, la mueca luctuosa de los cerdos, el estallido de la punta hueca, el humo, los rojos. Demasiado. De todas formas, ya no le importa. 

Con un movimiento maquinal, Ana rinde la Makarov.

—¿Vieron? ¿Grabaron eso? ¡Esa puta está loca, me quería…!

Mientras salían por la puerta, Ana vio como el negro Santiago regresaba a Ernesto de vuelta a la silla. Poco le quedaba de guapo al muy asqueroso, mientras el viejo oficial lo alzaba en vilo por el cogote.

—Y bien, ¿por dónde íbamos? 

En sus ojos duros de policía curtido, iba riendo Olga.


* Este cuento fue la semilla de mi novela Tres Lunas (Editorial Guantanamera, 2020). Sobre ella, habrá buenas noticias muy pronto para los lectores nacionales. También sobre este cuento, que fue seleccionado para una antología en proceso de escritores cubanos de novela negra, a publicarse en España.

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1 comentario en “El último recurso*”

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