Los enterradores (Capítulo 1)

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Preludio

Sin intención gourmand, Sebastián avanza hacia mí con ojos perdidos y una cuchara de aluminio, como las que utilizaba yo en el comedor de la Lenin. Un cubierto cualquiera, anónimo, de los que se higienizaban en un tacho de agua caliente para regresar, tibio aún, al salón y las manos hambrientas de adolescentes cansados. A la luz del quinqué se me antoja brillante, casi cegador, mucho menos inocente. Quizás no es una cuchara de escuela preuniversitaria. Puede que sea un punzón, afilado con amor contra las losas del piso del Combinado del Este.

Por puro instinto me retuerzo, tratando de zafarme de la silla a la que estoy atado. Por arco reflejo inclino la cabeza y vomito sobre mi pecho el alcohol mezclado con bilis que me mantenía atontado y dócil. Cada nueva arcada es un mazazo de alerta para evitar dormirme en los laureles; de abrazar mi espinosa realidad y adivinar las intenciones del hijo de perra que se me aproxima.

El ruido de sus pasos arrastrándose sobre el suelo se confunde con los chapoteos del agua del criadero y la taimada cercanía de los gatos acechando alevines. Afuera chirrían los grillos y aletea el murciélago, pero si afino más la oreja creo poder escuchar el clac-clac de los mandos del videojuego y el ensordecedor fondo bélico en los audífonos de Roberto. Lo más probable es que si grito no pueda escucharme. Lo más seguro es que, si me oye, no quiera venir en mi ayuda. Como no tengo nada que perder, grito y mi alarido espanta al murciélago, acalla a los grillos, retumba largamente sobre los chapoteos y hace girar las orejas de los gatos. Sebastián sonríe y niega con la cabeza: no veo sus ojos, pero el ala del sombrero que los oculta se zarandea sobre sus dientes partidos.

«Ahora sí que te jodiste, Carlen»—musita el lado comemierda de mi cerebro, alebrestado por las nubes del ron que todavía me corre por las venas—. «Esto te pasa por ir de metomentodo por la vida. Por jugar a hacerte el bárbaro, cuando no eres más que un blanco bitongo».

Dejo de gritar y le susurro con voz aguardentosa que se vaya pa´ casa del coño de su madre. Sebastián piensa que le hablo a él y sonríe aún más, con la firme convicción de que estoy cagado y que trato de ocultarlo con una bravata. En realidad, ya he dejado atrás el miedo hace tres pueblos y todo lo que me queda es ira contra este país de pinga, contra la pandemia de pinga, contra mi imbecilidad, contra Roberto, contra Sebastián, contra el Tata, el gobierno, Samantha, Percherón y la madre de los tomates. Me debato una vez más sin éxito, aunque mi pierna derecha ha ganado un mínimo de espacio de maniobra.

Claro que mi rabia no es contra Poly. Más que nada, me odio a mí mismo. La siniestra callosa, nervuda pero fortísima, me agarra por los cabellos y me hace levantar el rostro. La diestra aprieta contra mi mejilla la cuchara afilada, que resbala por la barba de… ¿Una semana? ¿Tres días? No tengo forma de saberlo. Por favor, que el aluminio vaya directo a mi cuello y se acabe esta pesadilla de una vez. Pero no puede ser tan fácil, carajo. Nunca lo es. La cuchara refulge en el rabillo de mi ojo izquierdo, anunciando las intenciones de este viejo cabrón que se deleita en mi mirada de súplica. Luego, un dolor punzante me avisa que ha llegado el momento de gritar otra vez. Y llorar sangre…

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