La herencia de los patriarcas (Capítulo 1)

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Prólogo. Un Carlen, un ojo, un revólver…

Lo peor no son las olas, pues de tanto bamboleo violento ya no me queda nada en el estómago que vomitar. Eso, si es que hubiera comido algo en las últimas diez horas. Tampoco es la lluvia que me cala el alma y cae incesante sobre mí y el cadáver de mi compañero, atado con todas las fuerzas que me quedan a su puesto en el desvencijado catamarán. Tuvo una muerte horrible y dolorosa, pero agradezco que sus gritos terminaran y que su agonía solo durara un par de minutos.
Cuando el huracán y el miedo a ser arrastrado me lo permitieron, pude llegar hasta él. Un cable de acero que sostenía el mástil se había partido, atrapando en una caprichosa lazada su torso y aplastándole la caja torácica. Lo poco que pude ver entre el salitre que se me cuela en los ojos y la cellisca de la lluvia es que no me queda más remedio que amarrarle a su silla, lo más ceñido posible, para que me sirva de contrapeso y la embarcación no vuelque.
Un catamarán de paseo con tantos años de flotación despiadada no es la mejor de las opciones para capear un vendaval. Pero había aguantado hasta ahora estoico, aunque rezongando y crujiendo con cada ráfaga. El viento. Es el viento huracanado lo que está a punto de volverme loco, lo que hace que el agua, dulce del cielo y salada del mar, se tomen turnos para enceguecerme. Es él quien ulula en mis oídos cansados por la falta de sueño canciones de caracola enfurecida, quien me confunde y engaña regresándome los ecos de los alaridos de Bombilla enfrentándose a su muerte. Es quien juega sobre la lona del catamarán, inclinando la embarcación hora a un lado, hora al otro, pero siempre con furia indiferente, como para engañarme y arrancarme de mi sitio. Para darme como ofrenda al mar.
Por precaución, me ato yo también. Por fortuna, el diluvio no me deja pasar sed: basta abrir la boca para atragantarme de cuánta agua salobre mi pobre garganta pueda deglutir. No tengo hambre. Estoy cansado, vencido, aterrorizado… todas mis esperanzas me han dicho adiós hace mucho. Sé que mis posibilidades de correr con la misma suerte que mi compañero, o una más horrenda todavía, son muchas. Incluso si por algún aborto del azar lograse sobrevivir al huracán, el viento me habrá empujado quien sabe a qué agreste zona de altamar, para perder la vida por pura hambre. Gracias al cielo, en un mar tan encabritado la sangre que brota abundante del cuerpo de mi desdichado compañero se diluirá hasta drenar toda, y los tiburones no se sumarán a mis desgracias. Al menos eso espero, y es mi último pensamiento antes de desmayarme.
La luz del sol me hace cosquillas en la nariz, así que estornudo y recupero poco a poco la conciencia. No hay viento. Por una gloriosa decena de minutos pienso que me he salvado, e incluso sonrío. Pero es una esperanza tan vana como la de poder regresar a mi Habana, al apartamento de la linda Poly, a mis computadoras y a mis libros. Las oscuras nubes que giran a mi entorno, bien pegadas a la línea del horizonte, y la grisácea pared de agua que las rodean me anuncian que mi paz no durará mucho: tan solo estoy en el ojo del huracán, y además ¡estoy tan solo!
Para mí no habrá lanchas guarda fronteras, helicópteros, tierras salvadoras. No aquí, no ahora. Tan solo la certeza de que en un puñado de minutos el vendaval regresará, esta vez soplando en sentido contrario, para arrastrarme, zarandearme, enceguecerme y desesperarme una vez más. Hasta que por fin la tabla ceda y el tornillo afloje, y el viejo catamarán se despiece sobre las olas y el mar me trague de una vez. O que mi tabla de salvación se estrelle en algún arrecife de la costa sur, y yo con ella.
Mi compañero me mira con ojos vidriosos, de su boca abierta cuelga un manojo de algas y un trozo de su lengua, ya azulada. Su cabeza está en un ángulo raro, a todas luces sostenida por un cuello roto tras los bandazos de la noche anterior. Luce hinchado y listo para ser pasto de los peces, pero aún debe cumplir su función de peso muerto para equilibrar el barco.
Parecía recién ayer que hablaba con Bombilla en los bancos del Prado de Cienfuegos. Yo preocupado por mis cuitas y él con su borrachera a medio lograr. No parecía: fue ayer. El huracán era una amenaza próxima, pero no letal si nos hubiésemos quedado en tierra. Aunque, de hacerlo, la muerte habría sido algo seguro al cien por cien. Yo me sigo cagando, como antaño, en Dios y todos los ángeles, y mis posibilidades no han aumentado mucho al aventurarme en el vendaval.
Con todo, el desmayo no logró aplacar el terrible cansancio de tantas horas aferrado a las cuerdas. Cierro los ojos y dejo que mis ropas se sequen al calor del sol, disfrutándolo fotón a fotón, pues puede ser el último que vea. Descanso, preparándome para la batalla que me espera dentro de poco.
Y recuerdo. Vaya qué semanita voy llevando.
Porque no debo olvidar que esto no es una historia de naufragios, carajo. De cualquier forma, aun me quedan tres balas en la maldita Webley .38/200 Mk IV, que ni el huracán me lo ha logrado quitar de la cintura.
Y solo necesito una. Para mí mismo, llegado el caso.

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