El aroma de la tierra

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Álex Padrón & Émile Zola

(Explicación relevante: este cuento parte de un ejercicio de Taller 9, en que tiene que usarse un fragmento de un texto fijo de un escritor universal y construir a partir de ahí una historia. Émile Zola y yo nos emparejamos para escribir este relato de lo fantástico).

Francamente, en primera instancia no di crédito a la carta que el comodoro Jensen me había enviado con tanta urgencia. Es cierto que muchas veces, en nuestros encuentros de whisky y buen tabaco, barajamos el sueño de exploradores aficionados de encontrar el Panteón Verde. Ese del que tanto murmuraban los tramperos borrachos y sobre el que los nativos de la región se negaban siquiera a hablar. Pero el golpe de suerte de encontrarlo en su propio territorio como yo predije, en el bosque que hacía solo pocos meses adquiriese por una verdadera bicoca, era inaudito. Habíamos hecho mis cálculos sobre la base de leyendas, que se mostraron como la dorada realidad.

Luego de interrogar al pobre mensajero que había venido al galope a darme la buena nueva, no pude sacar más detalles que los que la propia misiva me aportaba. Una partida de leñadores, destacados a la prospección las tierras cree que mi amigo había adquirido en una subasta estatal, lo habían hallado. O al menos eso me invitaba a descubrir juntos el comodoro: saldríamos al amanecer desde su hacienda, y si no llegaba a tiempo mi amigo no me garantizaba que pudiese refrenar su entusiasmo ni un día más.

De más está decir que reunir unas pocas vituallas, tomar mi fiel Winchester 73 y espolear mi potro fueron acciones que realicé sin dedicarles un instante de pensamiento. Ambos esperábamos un descubrimiento como este: seríamos verdaderos pioneros en una tierra donde cada vez quedaban menos misterios. Primero, las portadas de los periódicos. Luego, Europa.

Al menos Jensen había visto mundo en su vida pasada, hasta que un cabrestante mal ajustado le baldó la pierna y tuvo que quedarse para siempre en terreno firme. Pero yo, joven aún, ya me veía presentando mi —nuestro— descubrimiento ante los catedráticos de la Royal Society y en los salones de conferencias de París. Todo el mundo se maravillaría de cómo, con un puñado de cuentos aborígenes y mis dotes de agrimensor, había —habíamos— encontrado el Panteón Verde.

El comodoro tenía mucho menos que agregar en persona: cuando el gobierno decomisó y subastó los bosques cree luego de las revueltas recientes, prácticamente le regaló el emplazamiento del Panteón Verde. Mucho aplaudió mi previsión en venir armado: sus leñadores confirmaron que, aunque aislados, habían tenido algunos encuentros con indios que aún no habían aceptado la derrota. Así, luego de una jornada entera de marcha entre los bosques, llegamos al campamento de los leñadores, justo al lado del Panteón Verde. El viaje fue tenso, pero carente de incidentes.

La construcción estaba rodeada de árboles gigantescos, cuyos troncos rectos y regulares, formaban todo alrededor una especie de columnata blanca; algunos árboles gigantescos yacían en tierra, mientras allá, a la izquierda, otros, aserrados ya, se hallaban cuidadosamente colocados, en disposición de que los cargaran para llevárselos. El frío se había hecho más intenso desde la hora del crepúsculo; los pedazos de corteza de árbol crujían bajo los pies. A flor de tierra estaba muy oscuro; pero las copas de los árboles se destacaban sobre el fondo azul del cielo, en donde la luna llena, subiendo en el horizonte, no tardaría en venir a apagar las estrellas. 

Ni el comodoro ni yo podíamos ocultar nuestro nerviosismo cuando rodeamos el edificio antiquísimo, palpando sus paredes y tratando de adivinar los arabescos grabados en ellas. Los leñadores, hoscos y tan curtidos en esta tierra como los propios salvajes, prestaban mucha más atención al cuidado del fuego, su estofado y a las sombras que se adivinaban en el lindero. Todos iban armados y con sus hachas de mano al cinto, así que no me preocupaba en lo absoluto un ataque de unos pocos cree proscritos, sino los tesoros que debía contener el Panteón.

Jensen, antecediendo sus propias expectativas,  había dado a sus hombres órdenes estrictas de no violentar ningún edificio antiguo que encontrasen, y sus mandatos habían sido respetados por la cuantiosa recompensa conque había enfatizado sus palabras. En lugar de acompañarles decidimos disfrutar nuestro pan, carne salada y un brandy fuerte junto a la misma puerta del Panteón, con las espaldas pegadas a su piedra verde, festejando seguros nuestro triunfo. El frío descendía de la copa de los árboles, pero nuestros abrigos de piel de visión eran gruesos y el alcohol nos confortaba. La oscuridad era rota por nuestros faroles de queroseno; y cuando la luna por fin apagó las estrellas Jensen, yo y el aguardiente de vino tarareamos canciones marineras de alegría y victoria. De cuando en vez los leñadores nos miraban con desaprobación, pero entre el brillo de sus hogueras y la oscuridad que nos separaba sus ojos se me antojaron tan rojos como los de las alimañas fugaces del lindero.

Un alarido de guerra. Jensen nunca llegó a echarse a la cara su carabina Henry: dos flechas le arrancaron un ronquido sordo de sus pulmones perforados. Yo fui más ágil o estaba menos borracho, así que logré ganar a la carrera la fogata, pese a la andanada de saetas que silbaban a mi vera. Grité por ayuda y los leñadores se pusieron en pie empuñando sus armas, mientras los clamores de guerra cree resonaban desde el lindero.

Una vez en el círculo de aquellos hombres hoscos y curtidos del bosque me sentí a salvo: le haríamos pagar bien caro a aquellos renegados la vida del pobre Jensen, y así les arengué. Pero uno de ellos me alzó por el cogote como un gatito, mientras otro me arrancaba el Winchester de las manos. El linde del bosque comenzó a escupir salvajes pintados de guerra, pero los leñadores no dispararon.

Mientras dos chamanes cree me arrastran de los cabellos hacia el Panteón Verde, leñadores y proscritos comparten el estofado y cierran su alianza con lo que sobró de nuestro brandy. Ambos grupos comparten el aroma de esta tierra, aunque huelen diferente. Los leñadores, a madera y dinero. Los nativos, a sangre y venganza.


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