El honor de los pillos

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Diciembre es un mes difícil, oficial. El resto del año uno va machacando en baja, con una tierrita pa tomarse una botella o salir a vacilar alguna diabla, pero hay que garantizar una Feliz Navidad y un Próspero Año Nuevo. Si terminas mal empiezas mal, y ya bastante trabajo se pasa en enero con la billetera vacía.

            La clave de este negocio es no ser ambicioso: con un buen paletazo cada seis meses y mientras ir inventando un dinerito aquí y allá como se pueda, es suficiente para ir cómodo. Usted sabe, hay que tener en cuenta que ya uno no es ningún muchacho para andar de salao por la vida. Además, ya yo tengo puesto el foco arriba, por los añitos que he halado de cárcel. Cosas de muchachos: a mí nunca me ha gustado andar arrancao, y eso de asaltar turistas se me daba bien. Pero la cabrona especulación fue la que me echó palante, porque en vez de venderlo todo me quedaba con las ropas y las cosas que me gustaban. Nada, que caí mansito como una paloma por un par de Raybans que no tenía que haberme puesto.

            Ya lo otro fue cuestión de honor: yo sí que soy hombre a todo y de mí nadie se burla. Por eso fue que le piqué la cara a la puta esa, cuando la agarré pegándome los tarros. Al consorte no lo pude trabar, porque se perdió del barrio y ustedes me trancaron enseguida. Cuando salí lo he estado velando, pero según me dijeron se fue pal yuma. Suerte que tuvo el muy cabrón. Como su cara no se me despinta, me quedaba la ilusión de que le diera el loco de venir a especular con sus cadenones alquilados y poderlo tasajear en alguna esquina. Pero parece que ya no va a poder ser. Ná, que me embarqué. No se preocupe, que conmigo no van a tener problemas: estoy claro que de aquí no paro hasta el Combinado del Este y que me va a tocar una beca larga por reincidente.

            ¿Cómplices? Sí, seguro, anote ahí: Alberto Cabrera Marrero, alias el Beto. A ese cabrón lo conocí en mi último tiempito en la cárcel. Hicimos buena yunta en ese tiempo, ese blanquito y yo. Entre pillos ya no se destila tanto el asunto del color de la piel, y más cuando los dos éramos gente que no quería volver a la beca. Además, ese chamaco es más malo que un camión de negros juntos, y tenía buena cabeza pal daño. Él salió primero: a mí me quedaban seis meses, pero reconozco que después no se olvidó de mí y no me faltaron las cajas de cigarros. Pero yo siempre se lo dije claro: si voy a caer, conmigo se va malanga. Como estoy aquí por su culpa, pues que se joda también como yo. El que me embarque a mí se embarca conmigo.

            Por supuesto que en cuanto salí fui a verlo. Él ya estaba trabajando de inspector del gas licuado y fue quien me puso la piedra pa entrar en la empresa. Ese curro es suave: hay que caminar un poco pero tiene la ventaja de que estás en la calle, arriba de la caliente, y después del tanque eso se agradece. Además, que como nos rotan cada cierto tiempo de barrio no te aburres de las mismas caras. Si te planificas bien matas el trabajo por la mañana y ya te queda toda la tarde para inventar tus cosas. El salario es malo, pero siempre te cae algo pal diario con las propinas. Bueno, a veces no eran propinas, sino que siempre los inspectores decimos que no tenemos cambio. Si la cuenta son tres diez y te pagan con un billete de cinco pesos, son uno noventa. Contando que la semana de cobrar se pasa por unas setecientas o mil casas por área, algo cae siempre.

            Pero capitán, de verdad que al final del día la cabra tira al monte y no todas las semanas son de cobrar. Uno tiene sus necesidades, y un hombre solo como yo necesita plata en los bolsillos para poder pagarse una puta de cuando en vez y meterse unos alcoholes. Estando en la calle algo siempre se raspa, pero es un riesgo del carajo. Como tenía que ir de casa en casa y no levantaba sospechas, hablé con los bárbaros de mi barrio y probé a mover algunas cositas por un menudo ahí: carne de res, un poco de yerba… no era mal negocio, pero habían pocos puntos y los encargos eran muy de cuando en vez. ¿Qué necesita los nombres de mis contactos? No hay cráneo, se los digo después. Tengo que hacer un poco de memoria y ahora la cabeza me duele con cojones.

            No se preocupe, estoy bien. Duele, pero es normal: esas cosas pasan pero después se curan. Beto fue el de la idea. Mire, los inspectores del gas somos casi todos gente que ha tenido algún tropiezo con la justicia. No todo el mundo le da trabajo a un ex-presidiario… y no puedo decir que no les falta razón. Nosotros mismos estuvimos tranquilitos en el trabajo casi un año, hasta que ya el ahogo nos ganó.  

Lo primero que te advierten es que ni nos pase por la cabeza llevarnos nada de las casa, porque aunque no fumigamos ni inspeccionamos como la gente de los mosquitos, si nos tienen que dar acceso para leer el metro contador. Si se pierde algo cuando uno hace la inspección del metro, vas enseguida pa la estación de policía de cabeza y fuiste tú, porque has estado preso. ¿Qué por qué los inspectores tienen ventaja? Cuando se puso el gas en la Habana, la mayoría de los relojes se pusieron dentro de las casas, porque empezaron a robárselos si se ponían afuera. Casi siempre los ponían en los patios o en los balcones, fuera de las casas por si había una fuga el gas no se acumule. Así que nosotros entramos a los patios, y normal que eso quiere decir que pasemos antes por la sala y la cocina, mínimo.

Los inspectores de la electricidad no pueden hacer eso, porque los relojes de la corriente casi siempre están fuera. Pero el gas va pa los fogones. Además, andamos solos y no por parejas y no vamos uniformados como los de la campaña contra el mosquito. Llamamos menos la atención, pero entramos a los gaos. Y ni se imagina cómo duele andar sin donde caerse muerto y ver a los mongos esos del Vedado y Playa con las cosas ahí, tiradas al descuido, al alcance de la mano. No vamos una vez, oficial, sino por lo menos dos veces por mes: cuando se va a leer y luego cuando se va a cobrar. La mayoría sin darte aunque sea un buchito de café, ni agua te dan: lo que hacen es mirarte de arriba abajo, como si fueran mejores que uno. Fue hablando de todo esto, botella de por medio, que a Beto se le ocurrió la idea de marcarnos los puntos.

            Eso, capitán, “seleccionar las casas de las víctimas para robarles”, como usted dice. Imagínese: él trabajaba en el Vedado en la zona entre Línea y Malecón, y yo en Miramar. Los dos éramos habituales ya y la cara de nosotros no se les despintaba a los clientes, pero a mí nadie me conocía en la parte sabrosa del Plaza de la Revolución, ni a él en Miramar. En seis meses visitábamos cada uno la víctima del otro lo menos doce veces, y con el cuento que teníamos que actualizar los contratos de la empresa del gas, nos tenían que decir cuántos vivían en la casa. Eso basta para conocer los hábitos de la gente, y sobre todo para saber si tenían perro o no. Si hay perro, aunque sea chiquitico, la cosa no funciona: los bichos esos arman mucho escándalo y las movidas siempre tienen que ser con la gente dormida adentro.

¿Por qué? Mire, oficial, es más fácil colarse en una casa de noche con los dueños que por el día. Además, la cosa no es meterse: es salir cargado sin que todo el barrio te caiga atrás. En las casas que marcábamos había aire acondicionado y se trancaban en los cuartos pa dormir, así que era bastante fácil limpiar el resto de la casa, mientras no te les metieras en las habitaciones. Claro que siempre existe la posibilidad que se despierten con algún ruido, o que toque la mala suerte de que alguien se levante de noche a mear o tomar agua. Por eso, precisamente, era que el Beto y yo funcionábamos tan bien como compinches. ¡Me cago en el corazón de su madre, el muy singao!

            No se preocupe, no duele tanto. Él siempre había caído preso por robo con fuerza, así que a entrarle a una casa ese blanco le sabía un mazo. Lo que hay que buscar en esos casos no es la puerta, sino precisamente por donde entra el gas. La mayoría de los patios no tienen reja, o solo le ponen cerca peerle y con un alicate eso se resuelve. Buscábamos también persianas de Miami, que son fáciles de cortar con una segueta, no importa si son de aluminio o de madera. La gente rica se concentra en ponerles rejas a las puertas, pero si se descuidan, aquí entrábamos nosotros.

            ¿Qué yo aportaba al negocio? La intimidación, oficial. Entre el robo a los extranjeros y el tanque, soy experto en sacarle un cuchillo a la gente sin tener que usarlo. Yo le enseñé como es que hay que manejar la situación para que no te griten, se estén tranquilos y hasta puedas irte con las cosas sin que se arme demasiado revuelo. Al fin y al cabo, los que viven en Miramar o el Vedado no son muy diferentes de los yumas: tienen mucho miedo y no les importa demasiado perder un equipo o dos, mientras no los cortes. Claro está, que eso también iba incluido en el marque de los puntos: los mejores eran las mujeres que vivían solas, los viejitos o las parejitas jóvenes. Si en la casa ya había un tipo, la cosa se puede poner fula.

            Por supuesto, oficial, por supuesto. Este tipo de asuntos puede salir mal de muchas formas, así que hay que jugársela al pegao. Si te metes en una casa a robar con la gente dentro y te sorprenden, tratas de manejar la bolá… pero si hay que cortar, se corta. En los cinco años que llevamos en esta fiesta yo tuve que picar a tres y el Beto a uno, pero para los diez golpes que hemos hecho en total, no es mala cuenta. Eso sí, se tira a joder pero no a matar. Siempre, a la semana o algo así, el otro iba en su papel normal de inspector y se aseguraba que el punto no se hubiese muerto ni nada. Por supuesto que le diré todas las casas donde robamos: no soy mongo y sé que ya me trabaron, así que lo mejor que puedo hacer es colaborar. Yo tengo mi memoria clarita, clarita en todas esas cosas, así que no hay ningún problema. Si hay que hacer una reconstrucción de esas de mis hechos, cuente conmigo. Del Beto no respondo, pero por supuesto que les voy a decir todo lo que él llegó a contarme. Que se joda el muy maricón, que por su culpa es que estoy aquí.

            Ya sé que entrar solo a robar en una casa es un tremendo riesgo y que con otra pata hubiese sido más fácil llevarse más cosas, pero ya no estamos en los tiempos de arrebatar cadenas y relojes. No señor: nosotros buscábamos para marcar los puntos que tuvieran tarecos que se vendieran fácil y den una buena guanza. Esas cosas ahora no están guardadas en los cuartos, sino a la cara en las salas. Si cuando visitábamos una casa como inspectores y pasábamos para el patio veíamos tirados por ahí celulares, laptops, computadoras, tabletas, DVD, cajitas decodificadores y esas cosas, ya estábamos claros que ese iba a ser un golpe bueno. ¿Los mejores? Los PlayStation y las Xbox, capitán. Eso sí que es un pancito: por lo menos te dan cuatro patas por ellos, más treinta mínimos por cada disco original. Todo lo que tienes que hacer es tener cuidado y llevarte todos los cables conectados al televisor y los mandos, porque si no el precio baja. Los TV también son una buena presa, pero el lío es que como son cada vez más grandes no se pueden echar en la mochila fácil.  

La cosa radica en no volverse ambicioso: toda esa mierda electrónica vale un baro, y el punto que nos la compraba nos daba un buen melón que alcanzaba para tirar sabroso hasta el próximo golpe. Hasta nos sobraba un menudo para ir ahorrando, así que algunas cositas no las vendíamos, pero nada más que las que son para tener dentro de la casa. Los celulares eran un peligro, pero mientras le saques la batería y la tarjeta sim lo más rápido que se pueda, se pagan bien. Pero ya usarlos es otra cosa, capitán. Eso es echarse palante, como me paso con las gafas de mierda esas por las que caí la primera vez. Hay que ser bicho y cuidarse.

            ¿El punto de la electrónica? Sin problemas, ese singao también se va pal tanque. Por cada golpe nos daba entre quinientos y mil cañas. Pero yo estoy seguro que él sacaba por lo menos el doble de eso. Como era robado había que salir rápido del material, pero bien que nos clavaba el muy hijo de puta. A lo mejor cuando lo traben pueden recuperar parte de lo que fachó este mes Beto, y hasta les sirve para agarrar a otra gente que hace cosas parecidas a nosotros, porque el electrónico seguro le comparaba a más ladrones. Mi socio y yo sí nos portábamos como caballeros: juntábamos el botín y lo repartíamos a partes iguales. Así, si a uno no le iba tan bien, el otro lo salvaba para que no hubiese inquina ni presidio. También era un extra para marcar e investigar bien la casa donde íbamos a robar, porque si le dábamos al otro una mierda salía uno perjudicado también. Coño, si lo piensas nos iba bárbaro, hasta que el mongo de Beto me echó arriba de la caliente y me desgració con la pincha esa del Vedado.

            Parecía un jamoncito, capitán. Una parejita joven de unos veinticinco cada uno y sin hijos, y super burguesitos. Se habían mudado en el verano, así que todavía no le habían puesto mucha seguridad a la casa: había reja en la entrada del balcón, pero justo después lo que tenían era una cerquita nada más. “No se puede entrar por el patio, Chaveta” –me dijo el muy maricón de Beto, mientras me anotaba la dirección–“Pero ni falta que hace: la cerradura de la puerta de afuera es de gatillo, así que con un carnet plástico se va”. Tengo que decirlo, oficial, que hasta a mí me pareció un negocio redondo. Mire, los inspectores del gas licuado tenemos una ventaja adicional, que es que mientras sea de día todavía, podemos aparecernos casi a cualquier hora y en cualquier momento de la semana en una casa. Cuando Beto y yo marcábamos una víctima, anotábamos la hora y el día que íbamos y lo que veíamos. Resulta que en seis meses nunca conoció al tipo: cuando no estaba durmiendo, no estaba en la casa… así que sacamos la conclusión que debía ser custodio o algo así y pinchaba de noche. La que casi siempre estaba en la casa era la chamaca, que por lo que el Beto me pintó estaba super buena. Él trató de echarle bala una pila de veces, pero aunque la rubia no le dio bola, tampoco lo trató feo. Aunque lo mío nunca ha sido la violación, de verdad que los cuentos del consorte describiéndolo se la paraban a cualquiera. Sí, llevamos todo eso anotado en una libreta, de todos los robos que hemos hecho: cuando registren mi cuarto, busquen debajo del colchón, que ahí está. También hay anotaciones que hizo Beto, así que también tienen prueba de su letra y que estaba en esto conmigo.

            Pero las cosas, oficial. ¡Las cosas que me contó que tenía ese gao! De todo como en botica, suficiente pa forrarnos y pasar el fin de año vacilando en grande. Como le decía, Diciembre siempre es un mes complicado y hay que garantizarlo. Todo a la cara, tranquilito en la sala de la casa. Vaya, que con llenar la mochila con las laptops y las dos consolas de juego, ya estábamos hechos. Fue por eso que ayer por la noche me decidí y fui pa arriba del lío, porque la verdad es que ya tenía la billetera soga. ¿Qué llevé? Pues, lo de siempre: mi mochila grandota, y dentro unos alicates, un carnet de los viejos pa forzar la cerradura como Beto me enseñó, unos guantes de los de piel que me vendió mi primo y mi cuchillón mata vacas, grande pa impresionar. Iba vestido de negro, así que se imagina que en la oscuridad si cierro los ojos y no me rio ni me veo. ¡Ah, y mi linterna azul! Eso es una linterna con el cristal pintado de azul para iluminarme sin resaltar tanto. ¿Por qué azul? Bueno, era la tempera que tenía a mano. Además, en alguna parte oí que ese color relaja, así que es menos probable que alguien dormido se despierte. Supongo que si la pintaba de rojo es lo mismo, pero también sirve para encandilar y poder amenazar mejor con el cuchillo.

            Nada, que subí al apartamento que el Beto me dijo a eso de las tres de la mañana. A esa hora no había un alma en la calle. “Buen tiempo pal facho”, me dije. Todo era como mi colega me contó: me trepé al balcón, corté la cerca peerle con el alicate y metí el carnet donde se supone que estaba el gatillo de la cerradura. Forcejeé un poco con la puerta, y al final la abrí. Hasta ahí, todo bien. Cuando iluminé con la linterna la sala, ¡era el premio gordo, capitán! Se oía el runrún del aire acondicionado, que era de esos de los rusos que meten tremenda bulla, así que la chiquita, o el tipo si también estaba allí, ni se habían enterado del ruido. Nada, que me puse a desconectar todo y a meter cosas la mochila… si hubiera llevado otra, pues la hubiera llenado también. Estos chiquitos estaban podríos en plata: dos consolas tenían los muy cabrones, una PlayStation de las nuevecitas y un Wii de esos, que nunca me había topado antes. El electrónico me la había pedido hace rato pa su chama, así que ese sí que la iba a pagar como va, pero siempre me había dicho que tenía que recoger dos tarecos que parecen controles remotos, porque sin los mandos no me lo compraba.

            El problema es que Beto es mongo y me tiró pa la jaula de los leones, capitán, pero a mí la ambición me comió por una pata también. La linterna azul no alumbra mucho, vi un bulto de cosas rectangulares que parecían mandos y los agarré todos para seleccionar después… con la mala suerte que parece que, sin querer, encendí el equipo de música. A mí nunca me ha gustado la mierda esa que oyen los pelús, pero esa basura estaba puesta a tope y no había forma de callarla, así que tuve que tumbarla pal piso.

            Luego, se encendió la luz.

            La chiquita estaba parada en la puerta del cuarto con la mano en el interruptor, y vaya si estaba buena la rubia. Perdone, capitán, no fue mi intención, pero esa hembra en blúmer y topecito de los de hacer ejercicios no era una cosita que se viera todos los días, y menos yo. Ella me miraba con cara de sorpresa, pero no dijo ni cojones, así que saqué el cuchillo y le grité que se callara la boca, mientras le iba pa arriba a agarrarla por el cuello. Aprovechar la sorpresa, vaya. Yo le juro que lo mío nunca ha sido la violación, pero por mi madre que mientras más me le acercaba más se me estaba parando… sí, me pasó por la mente, pa que lo voy a negar. Debía haber recogido la mochila y haberme ido al carajo. O solo irme sin ná, si ya la había cagado. Pero entre lo poquita cosa que lucía, el baro que le ida a sacar a las consolas y el calor del momento, le partí encima.

No vi el bastón de policía que llevaba en la otra mano hasta el último momento.

            No se ría, oficial, coño, que la culpa la tiene Beto. Cuando me desperté de nuevo, no había hueso que no me doliera. Por lo menos tenía un brazo y la cabeza partida, y no me sentía un pie por debajo del tobillo. De alguna forma esa muchacha me había arrastrado de vuelta al balcón y me había esposado a la reja de la puerta. Medio zonzo todavía, miré para la sala y vi cómo, todavía en blúmer y sin zapatos, la rubia se ponía por encima una camisa azul. Pero no era del marido ni nada de eso, era suya. ¡Tronco de comemierda que eres, Beto! ¡Coño, si estaba clarito que la parejita eran de la moná! En medio de la sala había una foto grandísima de la rubia y el marido, vestidos de policía y con boinas negras, enseñando dos diplomas. Hay que ser imbécil para no fijarse en eso en seis meses.

            Ella se reía, mientras hablaba por el celular y le decía a un tal Raúl –que debía ser el marido, porque lo trataba de corazón y papi– que mandara una patrulla y una ambulancia a la casa, que tenía detenido a un ladrón. Luego me miró con cara de guasa, y me dijo “vacílame bien las piernas, que donde vas no hay nada parecido”.

            Carijo, capitán, no se ría. Hasta yo me descojonaría, si no fuese por lo mucho que me duele y porque fue a mí. Tengo que dar gracias que la muchacha no se puso nerviosa y no haló por la pistola, porque ahora tendría más huecos que un colador. La entrá a palos de todos colores que me dio la tengo merecida: no por meterme a robar, sino por confiarme y caer mansito… y hacerle caso al anormal de Beto. ¿Ya lo detuvieron? Empingao. Si hace falta hacer un careo, cuente conmigo. Yo coopero en todo lo que ustedes manden: sé que me embarqué y como soy reincidente me van a caer una pila de años, por esto y por los otros robos. Sí, entiendo que también me tocan cargos de asalto por la gente que tuve que picar, y que también me van a morder con las cosas que ha hecho el Beto por su cuenta.

            Pero mire, yo lo único que le pido por su madrecita es que hable con la gente de prisiones. No hay problema con que me cuelguen el cartelito de chivato porque esté pasando por la piedra a todo el mundo: yo tranquilo. Pero en el tanque nadie puede enterarse que yo soy el comemierda que se metió a robar en casa de dos policías, y menos que la que me molió fue la mujer. Óigame, el cuero que me van a dar va a ser de pinga, y yo tengo un honor y un prestigio que mantener.

Publicado en la revista Trazas Negras 7, Chile Feb 2021 (https://www.delibros.cl/tienda/)

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1 comentario en “El honor de los pillos”

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