Mariposas y dragones

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Álex Padrón & William Faulkner

(Explicación relevante: este cuento parte de un ejercicio de Taller 9, en que tiene que usarse un fragmento de un texto fijo de un escritor universal y construir a partir de ahí una historia. Faulkner y yo nos emparejamos para escribir este relato de lo fantástico.

El oficio de rancheador tiene horarios irregulares, así que Graham y su banda no pusieron reparos a la luna ni el sereno cuando Jonás el tonto, uno de los capataces negros de la hacienda Hamilton, llegó con media lengua afuera y la encomienda de la captura.

Los fugados eran solo una pareja, pero Graham juró riendo que nunca había recibido una tarea tan divertida. En el papel, la rápida caligrafía de papa Hamilton le anunciaba que una negra doméstica de su dotación se había escapado con… ¡un trabajador chino!

El rancheador sabía de la llegada de los culíes de Cantón y esa sería la ruina de su oficio. Los demonios amarillos eran obedientes, nunca se rebelaban y mucho menos escapaban. Sus condiciones de trabajo no eran mejores que las de los bozales, pero como su esclavitud duraba ocho años y no para siempre.

No obstante, a orden estaba dada. La banda ensilló, los perros se aprestaron y, con unas enaguas usadas de la negra que Jonás les extendió, los rancheadores salieron en pos del rastro. Los habían visto a campo traviesa hacia el norte, en dirección a Virginia, así que no fue difícil andar tras sus pasos.

Mientras ganaban terreno, Graham no podía dejar de pensar en qué demonio había juntado a aquellos dos seres. Los negros odian a los chinos, porque dicen que saben de magias raras, caligrafías con hechizos y artefactos insólitos. Los chinos detestan a los africanos por sus sacrificios, sus brujerías y sus dioses sangrientos.

“Los blancos los odiamos a ambos, pero preferimos que trabajen ellos”, concluyó el rancheador, escupiendo saliva marrón y tomando otro pellizco de tabaco de mascar.    

A dos horas del amanecer, la intranquilidad de los perros anunciaba que ya el rastro era fresco. Tanto, que sobre la maleza comenzó a flotar un extraño cántico de mujer, una melodía llena de aires de añoranza en un idioma diferente. Graham dejó a uno de sus hombres al cuidado de la jauría y desmontó. Luego, todos avanzaron haciendo un cerco, siguiendo la voz de la mujer que plañía.

El canto se hizo más claro y más cercano y, por fin, ocultos entre los árboles, al lado del camino, vieron la iglesia pequeñita y miserable, con su ilusión de campanario. Alrededor del edificio brillaba un resplandor de petróleo que sólo servía para hacer más densa la oscuridad y más fuerte el calor, provocando la inminencia del sexo después del rudo trabajo en la tierra bañada por la luna; de aquel resplandor inútil salía, como de un pozo, la sonora pasión sumergida de la raza negra. No era nada y lo era todo: salía como un hilo de voz y estallaba como un coro, como la llamada a misa de una campana de domingo.

Graham hizo correr la voz, y los rancheadores cercaron el claro. Adentro había luz, pero ninguna sombra se adivinaba sobre los visillos. “Mejor no correr riesgos”, se dijo el jefe de los rancheadores, silbando para que sus hombres saliesen de la protección de los árboles. En cuanto él y sus chicos pisaron el claro, la voz calló abruptamente.

Papa Hamilton no quedó complacido con la explicación que Graham le dio horas más tarde. Les llamó borrachos, holgazanes y estafadores. De nada valió que el rancheador jurase con la mano sobre la biblia que los fugados no estaban en la iglesia aunque deberían, porque los perros no pudieron captar sus rastros más allá.

Todo lo que encontraron de ellos fue la coleta del chino y los rizos de la negra mezclados con sangre, sobre un papel de arroz lleno de ideogramas y dibujos extraños de mariposas y dragones.



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