Por definición y uso, el cuarto de gritar está destinado… para eso.
No es que no entienda su utilidad. Lo que no entiendo es por qué los interventores psicosociales de la Central nos obligan a usarlo. Obligar quizás no sea el término preciso: puedes usar el cuarto de gritar cada vez que quieras soledad y desgañitarte a tus anchas, siempre que esté libre. El resto de la estación está lleno de cámaras y, por contrato, no puedes tener privacidad posible dentro del edificio hermetizado: si follas, cagas, comes o duermes —actividades básicas todas para que puedas llamarte ser humano—, ten la seguridad de que alguien te está monitorizando. Puede que hasta manoseándose a tu costa, no importa lo que estés haciendo. Hay un pervertido para cada parafilia.
Pero, por contrato también, el cuarto de gritar es un espacio libre de vigilancia. Comprendo la necesidad de echarse una horita haciendo lo que te venga en ganas en un espacio no más grande que un armario, con paredes acolchadas y un muñeco de gel balístico como compañero. Es bueno para sentirte libre, o confinado, según decidas que quieres hacer con tu tiempo. La vida en la estación es difícil, y afuera de ella mucho más, pero ya eso de obligarte una vez al mes a utilizar el cuarto me parece una cláusula injusta en el contrato.
No me molesta que me vigilen, porque toda mi vida he tenido miles de ojos burlescos pendientes de mí. Que me obliguen es harina de otro costal. Pero ni modo: si hay que hacerlo para que no me echen a la puta calle, se hace. Es solo una hora a cambio de mi vida, un precio pequeño como yo, pero con grandes consecuencias si no lo pagas. Así que venga pa dentro y no jodas más, Juanelo.
Es una cuestión de supervivencia: sin el alimento, las medicinas, el monitoreo médico y la impresora 3D, la calle es la muerte. No hoy —aunque puede que sí, porque sobran los carroñeros—, quizás no mañana. Pero las estadísticas dicen que si llegas vivo al mes, o eres inmune o te abdujeron los parientes de ET, sin derecho de llamar a casa.
No, máquina-cosa. No quiero ningún modo extendido. Pórtate bien y ponme cualquier programa estándar de los que me recetaron los buenos interventores.
Mi casa, carajo. Mi casita en medio de las lomas, con mi mamá, mi pa y mis hermanitos. El campo sembrado de boniato y girasoles. En malísima hora se le ocurrió a este guajirito enano descendiente de jamaiquinos que iba a ser el más grande de su familia. Para contra y más, inteligente y con minusvalía. De la Sierra Cristal holguinera a la Universidad de La Habana, de ahí a la Complutense de Madrid sin escalas, sin dilaciones, sin papeleo, sin trabas. Oponerse era discriminación con el enano; abrirle las puertas al bufón, congraciarse con la comunidad ansiosa por tirarse al cuello de las injusticias de la sociedad. ¡Qué grande ibas a ser, con lo pequeño que eras! ¡Qué cantidad de seguidores de Instagram y Facebook! ¡Cuántas mujeres bellas te cepillaste! ¡Qué bien aprovechaste tu condición de científico, y cuán mejor tu minusvalía… que no era tampoco tan grave.
Qué poco oportuna en tu vida fue la Guadaña Universal. Ahora en la Sierra Cristal se ríen de los peces de colores y hasta progresan, con sus cultivos orgánicos libres del virus que se venden a precio de platino. Cuba es uno de los últimos reductos que la Pandemia no pudo tocar o la ahogaron clausurando fronteras —islas casi todas: Madagascar, Japón, Hawái—, y entre los alimentos naturales que nada tienen que ver con la biotinta de las impresoras 3D y los medicamentos, están llenándose de criptomonedas a dos bolsillos. Ay, Juanelo. ¡Qué bien se estaría ahora comiendo boniatos y mirando los girasoles abrirse al poniente!
Bueno, nada, no pasa nada. Aún estoy vivo, aunque encerrado… por cuarenta y tres minutos más en este cuarto acolchado y silencioso. Acepta, tolera y resiste. Pasará. Nos lo vienen diciendo a diario por más de seis años. Seis años que llevo varado aquí, en lo que se suponía que sería la panacea de mi vida y el pináculo de mi carrera. Hasta las gracias tengo que dar de ser bajito y saber usar una impresora 3D, porque si no fuese por eso no me hubieran aceptado en la compañía como furgonero.
Todo en la vida pasa, incluso la vida misma. Hasta la inmunidad, y el día menos pensado mi chofer se va a morir a medio camino, cuando el virus encuentre ese interruptor en él que hará clic y lo mate. Yo me quedaré varado en medio de la nada, esperando que el equipo de recuperación me rescate o que los carroñeros me secuestren y me pongan a imprimirles sus mierdas. Hasta que me muera de aburrimiento y me imprima una pistola plástica de un solo disparo, porque más de uno no me hará falta.
Treinta y nueve minutos de encierro restantes en el cuarto de gritar, y más aburrido que las ostras. Además del muñeco —que no le pego porque no me ha hecho nada— están los audífonos de tapón. Sé lo que me espera, pero tampoco es que tenga nada mejor que hacer, y con el tiempo cierto gusto se le toma a la música fuerte. En lo personal no soy metalero: disfruto más de las baladas y guajiras con que me crie, pero según los interventores una música que incita a la agresividad dispara tu adrenalina dentro del cuarto de gritar y no fuera. Bastantes problemas tenemos ya de hacinamiento en las estaciones para resolver el problema demográfico a patadas. De mi parte, si me hubiesen puesto en los tapones reguetónme cabrearía más, pero es comprensible que la Compañía no quiera exagerar con la tortura psicológica.
El hacinamiento es necesario. Mejora las estadísticas, aunque estas siempre engañan. Como la última noticia del día: el balance mundial de inmunes vs gente del montón ha disminuido. Hay un inmune por cada veinte humanos sanos —los contaminados no cuentan para los números: morirán demasiado pronto. Bastante buena cifra es uno de cada veinte, si contamos que al principio de la Pandemia los inmunes eran solo uno de cada mil habitantes del planeta.
El truco radica en que el número de inmunes apenas ha crecido. De esos mil habitantes, han muerto novecientos ochenta y solo quedamos unos veinte.
Puta estadística. Puto cuarto de gritar. Yo no grito.
El virus vino… porque tenía que venir. Ese es un hecho que ya nadie discute. En los primeros años proliferaron las teorías de la conspiración, se apuntaron dedos y otras cosas de un país a otro y los fanáticos e histéricos hicieron de las suyas. También los incrédulos se sumaron a la masa, y hubo hasta el que comparó el brutal golpe contra nuestra tercera edad con la práctica de los inuit ancianos de internarse en el hielo profundo cuando pensaban que eran una carga para su familia. De forma prudente se olvidaron de mencionar a los sadlermiut de la bahía Hudson, aniquilados en masa por las enfermedades de los occidentales a principios del siglo XX.
Todos ellos deben estarse descuajeringando de la risa allá arriba, viendo como pagamos por la ley del Talión. Lo bueno es que los indolentes, los fanáticos, los conspiranoicos, los histéricos y casi todos los presidentes se fueron del parque en el primer año de Pandemia. Pasará, ¡oh, sí, claro! Pero habrá que ver si queda alguien para narrarlo. Los inmunes, si alguna mutación no los quita del libro con su gran goma de borrar.
No sé sabe quién fue el que enunció la teoría de la Faix universal, pero nos viene tan bien para explicar todo esto, para encontrarle algún sentido. Una Guadaña Universal para depurar la especie, para hacer nulos los esfuerzos de tanta asistencia médica y tanta industria farmacéutica, que extendió nuestra vida mucho más allá de la lógica, la capacidad reproductiva y la variabilidad genética que nos estaba permitida por simple concepción. Un recordatorio de que nuestra altiva sociedad moderna no era más que un constructo con cimientos de cristal. En resumidas, que la Tierra se hartó de nosotros y de la vida por encima de nuestra capacidad biológica. Dijo hala, a tomar por culo y nos regaló la Pandemia.
Algún gracioso ha pintado sobre la boca del muñeco de gel de balística una roja sonrisa de oreja a oreja.
Pero la Guadaña Universal, luego de estirarse abarcando todo el globo y calentar aniquilando a cualquiera con una enfermedad crónica o una edad avanzada, decidió que no era suficiente.
Los virólogos se cagaron cuando vieron como fallaba su teoría de que una Pandemia o es letal y no llega a ese nombre, o se riega por doquier sin apenas matar a nadie. Presuponer que si un virus es muy letal, su hospedero no tendrá tiempo para expandirla funcionó bastante bien, hasta que el virus tuvo la genial idea de ser letal para los humanos, pero benigna para los animales. Puedes poner en cuarentena a una población, un país y, por la fuerza, al mundo entero por un tiempo. Pero no a sus mascotas. A tomar por saco los epidemiólogos: los hubiésemos linchado a todos por su falta de visión, pero primero habría que encontrarlos entre las montañas de cadáveres de las Brechas, mezclados con los huesos de los héroes caídos —los sanitarios, los bomberos, los rescatistas— durante los primeros años.
Nada, que Diosito quiso pasar a degüello a lo que sobraba, pero no tenía a mano un diluvio. Apretaste, ¿oíste? No pusiste en la guadaña ni el dos, ni el uno. Pasaste la maquinita de pelar al mundo en cero, hijo de la gran puta.
Y tú, ¿de qué te ríes?
Quedan veinticinco minutos y nada que hacer. Bien puedo usarlos en hacer un poco de ejercicio, que luego tengo que embutirme en una furgoneta las siete horas del turno. Ya puestos, a lo mejor puedo borrarte a guantazos esa risa tonta, muñecón. Enano y todo, yo también puedo dar un buen golpe.
Claro está, los inmunes son quienes pueden recoger la bandera y repoblar la tierra. Lástima que yo no lo sea. Soy un enano varado en medio de la tierra caliente, arriesgándose todos los días al contagio y tratando de estirar el hilo de las Parcas de los que aún quedan enclaustrados. Como ellos, solo quiero una buena noticia. Una puta buena noticia, coño: una vacuna efectiva que me salve del bicho. La cura se sabe imposible: cuando el virus te entra, ya siéntate a ver los créditos porque es el fin de la película. Una vacuna que salve lo que queda, para ponernos en función de reconstruir lo salvable.
Una vacuna para que mi país abra las fronteras y regresar a toda vela a mi campo de boniatos y mi sembradío de girasoles, coño, carajo, me cago en diez, repinga, muñeco de mierda, hijo de la Gran Puta, singao, maricón, toma, muérete, muérete, muérete.
Bueno, la puerta se abrió al cumplirse mi tiempo y mi alarido sobresaltó a la colita que espera por su momento a solas en el cuarto de gritar. Todos me miran comprensivos, condescendientes, alguno con cara de preocupación. No los mando a la mierda porque los quiero, a pesar de los pesares, el confinamiento y la Guadaña Universal. Son mi familia ahora, así que recupero la compostura y mi jovial sonrisa y me encojo de hombros. Ellos sonríen con cara de “Tranqui, no pasa nada” y yo les cedo el cuarto, mientras me preparo para la próxima ronda en la Jungla. Me cago en todo lo que se menea. Si resulta que los interventores tenían razón al final, Juanelo Creedence. Siempre dices que no, y todos los meses gritas.