El sesgo de la supervivencia (Parte II y ¿Final?)

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Como dicen que lo prometido es deuda y quedaron cosas en el tintero de la primera parte de esta reflexión… pues aquí vamos de nuevo.

Pero antes, una pequeña aclaración. Aunque mucho me gustaría, no tengo en la mano la respuesta universal a todas las preguntas, ni ostento el dudoso honor de ser el guardián de la llave de los truenos. Ergo, no hay ningunísima necesidad de combatir, rebatir, polemizar o ni siquiera seguir mi opinión.

Una parte importante del Sesgo de la Supervivencia

¿Me gusta que estés a favor con lo que planteo?

Obvio que sí. Primero porque, si pensamos más o menos igual, cabe la cercana posibilidad que seamos amigos. Segundo, porque como hablo desde mi experiencia y lo que sé —también desde lo que desconozco—, algo bueno creo que trato de decir. La mayoría del tiempo. Para quién me quiera escuchar.

¿Estás en contra de lo que digo?

¡Más mejor entodavía! No rehúyo, desde el respeto a los puntos de vista y la educación unos buenos lances de esgrima mental. Quizás hasta pueda cambiar de opinión, si el argumento es bueno. En todo caso me alegra: si conversamos sobre un tema en que no estamos de acuerdo, significa que te llamó la atención mi criterio. O sea, me has leído.

Misión cumplida en cualquier caso.

¿Por qué escribo estas reflexiones? Porque me gusta no pasar por la vida sin saber que pasé. Para que, dentro de un par de años, una relectura me diga cuan equivocado o acertado estaba. Con suerte, luego seré más sabio. Con Alzheimer, seré más lento. Y si no estoy mañana, por lo menos estoy hoy y mi hija o algún que otro amigo se beneficiará de mi punto de vista. Algún que otro enemigo también, porque es bueno saber que los tengo.

Eso, ¿qué tiene que ver con el Sesgo de la Supervivencia?

Gustavo, al que considero más que mi maestro de artes marciales mi amigo para siempre, me dio sin querer una lección importante que ahora reconozco dentro del concepto del Sesgo de la Supervivencia. A pesar de hacer ejercicios unas 16 horas diarias y llevar una vida sana hasta el ascetismo, Gustavo fuma con gran placer unos geniales tabacos. Son geniales por la forma en que los fuma: con fruición y verdadero gusto, da igual si son brevas selectas o el más miserable y mal torcido tabaco.

Una de sus alumnas —señora de 70 y algo de años, pero más llena de vida y energía que muchas quinceañeras por ahí— lo increpó una vez sobre ese hábito que contradecía un poco su estilo de vida. Él sonrió, pensó la respuesta lo suficiente como para aplicar la regla del silencio incómodo, y replicó con una de esas máximas que no me queda claro si son sacadas del budismo o de su sabiduría de vida:

“Sí, es cierto que es un hábito. Pero, como hábito mío, me estresaría más dejarlo que mantenerlo”.

Lo que no me mata, me hace más fuerte

No se puede andar de aséptico por la vida. So pena de no vivirla. Regresando a esos aviones ametrallados de la Segunda Guerra Mundial, la gran mayoría de ellos fueron parcheados y volvieron al combate. Me gustaría decir que todos regresaron una y otra vez, pero muchos cayeron definitivamente.

No obstante, algunos sobrevivieron la guerra. Luego, o fueron remodelados para otras funciones o descansan, dignos de su servicio, en los museos del aire de los países aliados. Esa fue una generación endurecida por el fragor de las batallas y las carencias de todo lo que podía considerarse vital —pero no lo era. Sobrevivieron al final y comprendieron el placer de las cosas simples.

Como seres humanos, tenemos la ventaja evolutiva de una resiliencia inaudita. Una capacidad extraordinaria de resistir las condiciones más duras y adaptarnos a ellas, para bien o para mal, pero sobreviviendo.

A veces es nuestro entorno quien dicta esas condiciones. Casi siempre somos nosotros los que nos metemos voluntariamente en la boca del lobo y nos enredamos en situaciones inauditas y difíciles. Quejándonos en el proceso, claro está, porque consideramos que no nos lo merecemos —aunque hallamos atraído la desgracia sobre nosotros mismos.

Pero es que equivocarse tiene que formar parte de la naturaleza humana, y para equivocarte tienes que meterte en dificultades. Es cierto que existe el riesgo de salir mal parado y que las consecuencias sean irreversibles, pero casi siempre las posibilidades están de tu parte y, en vez de dañado, saldrás fortalecido por el simple hecho de sobrevivir.

Marcar otro círculo rojo en el fuselaje es la huella de algo que, aunque te ha herido, al mismo tiempo te ha hecho más fuerte. Porque —si eres una persona inteligente— sacarás experiencia y no volverás a caer otra vez en ese ruedo. O sí, pero ya tendrás una solución previa a ese dilema.

Si la salida anterior no te funciona ahora, por lo menos te queda la firme convicción y la esperanza de saber que en peores te has visto y has salido airoso. Más o menos. Así que palante el carro.

¿Una raya más para el tigre?

Seguro que has oído esta expresión antes, y aunque parezca pesimista no lo es en lo absoluto. Pesimismo es arrastrar errores anteriores y flagelarse por ellos. Cómo diría Cantinflas, he ahí el detalle: las cargas son tan grandes que mucha gente se queda anclada bajo su peso y no puede avanzar.

Porque siempre se puede, pero para ello es necesario perdonarse primero y dejar de repetir el bucle de los errores. Incluso esos errores culpables que nos gusta mantener, cómo Gustavo con su tabaco, hay que aceptarlos como hábitos y decidir si nuestra vida es mejor o peor sin ellos.

En un final, todo termina en una cuestión de decisión personal. ¿Suena egoísta? Lo quieras o no todos lo somos, porque aunque vivamos en sociedad somos, ante todo, seres individuales.

Por ello tenemos la capacidad de decidir hasta dónde llega nuestro sesgo de la supervivencia y saber identificar los círculos rojos de lo que no nos mata. Mientras estemos en esta área peligrosa no vamos a caer en una zona de confort, pero para defendernos llevamos nuestras heridas y experiencias marcadas en la piel y en el alma, como las franjas del tigre. Con suerte, no como un saco de piedras a la espalda.

Ojo, claro está, en no cometer tantas faltas que en lugar de tigre seamos una pantera negra. Son bellas, pero muy peligrosas para los demás. Te dejo entonces de momento con tus pensamientos, pero igual te cuelo antes una chuleta en forma de poema. Creo que mucho tiene que ver con lo de más arriba:

Es tu decisión

Bien advierto, tasador de mi valía,
cómo sabes admirar que con los años
mi valor de uso y cambio ya es muy poco:
los golpes me han torcido y deformado.

En mi caso, a fuerza de doblarme,
alternar entre fraguas y herrumbrados
soy apenas chatarra que se pierde
tirada al abandono en pleno prado.

Ya ni vibro presto, ni refuljo:
me deshago de grietas y quebrados.
Pero sé que si el acero base es bueno
puede ser corregido y repujado.

Hay que darle martillazos a montones,
calentarlo al rojo vivo y hasta el blanco
sumergirlo en ácido y aceites
para darle forma nueva, abrillantarlo…

Y trocarlo en una espada toledana
que defienda con la fuerza de los años.
O forjarlo para siempre en un arado
que prepare con soltura todo el campo.

Yo te invito, tasador, a desafiarme,
a probarme en la sangre y sobre el barro…

Si llegaste hasta aquí, pues dame un me gusta, ¡bien sabes que es verdad! O compártelo en tus redes sociales, para que tus amigos escritores se enteren. O rebloguéalo. O qué sé yo.

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2 comentarios en “El sesgo de la supervivencia (Parte II y ¿Final?)”

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