Crixus es una de mis creaciones de las que no sé si etiquetarla como terror histórico, fantasía irónica o simple broma macabra. No me siento mal si notan un estilo a lo Robert Graves en este. Créanme que fue estrictamente a propósito. Crixus fue mi primer cuento publicado —de ahí el cariño que le tengo— en la antología Reino Eterno, (Letras Cubanas, 1999).
Álex Padrón
Crixus era jonio, pero ya ni siquiera pensaba en regresar a su pueblo natal. ¿Para qué? En la isla de Knosos había vivido desde muy joven, tenía casi todo lo que necesitaba y con seguridad iba a morir allí. Pero no era feliz. Al fin y al cabo, también era cierto que estaba muy solo. Muy solo.
Crixus no era viejo, pero había vivido mucho. En algún momento había sido marino. Su infancia fue tan solo el preludio de su oficio. De hecho creció en el barco de su padre. A la madre no llegó a conocerla: los vecinos contaban que había muerto mientras le daba a luz, y algo le decía que de cierta forma su padre lo culpaba de ello. Le pegaba cuando se le antojaba, y eso es un buen indicio para un niño.
Entre el puño y el remo creció, y Crixus se alegró de la muerte de su progenitor. Como por aquel momento ya tenía edad suficiente para dirigir el navío —que más que navío era bote— el muchacho, a sus quince años, se hizo a la mar para ganarse su propio sustento. Cuatro inviernos de mejor o peor suerte transcurrieron para el joven en el mar Egeo con la ayuda, a veces, del padre Poseidón, y en la mayoría de los casos ayudándose a sí mismo. Hasta que un día la corriente le arrastró mar afuera.
Crixus luchó cuanto pudo con los remos para volver a la costa, pero solo logró cansarse sin poder escapar de los vientos y el agua. Pasadas un par de horas se resignó y se dejó llevar, tendiéndose en el fondo de la chalupa y musitando maldiciones a los dioses.
A los dos días llegó un joven barbudo y extenuado a la isla de Knosos, lugar del que nadie tenía noticias y a la que tampoco llegaba ninguna. Así las cosas, es de suponer la sorpresa de las ninfas de Artemis que tenían allí templo y morada. Después de sorprenderse, las doncellas pensaron en sacrificarlo inmediatamente a la Triple Diosa —Magna Mater para los entendidos— a lo cual, como es lógico, el propio Crixus supo encontrar un montón de objeciones.
Entonces las ninfas, que a estas alturas tenían pocos temas que debatir aparte de lo hermosa cosecha del año anterior o lo lindo que florecían los prados en la primavera, se enfrascaron en recia y animada discusión. Por suerte, en lo que deliberaban, le dieron de comer y beber en abundancia, pues no era oportuno que el sacrificio muriera de inanición y no de un golpe de puñal. Crixus miró con desagrado tales razones, pero no así al condumio que tanta necesidad le hacía.
En lo que iba y venía el debate pasaron los días, y las ninfas se fueron acostumbrando a la presencia del náufrago, quien se esforzaba en caer en gracia por razones obvias. La Sacerdotisa Mayor, quien veía al joven con agrado, decidió que siendo el único hombre que había pisado Knosos (además de los sacerdotes de Apolo de la isla vecina) se le perdonaría la vida a cambio de ciertos favores una vez al año. Crixus aceptó, si no gustoso al menos resignado y contento por no perder la vida.
Así fue como se le ordenó que viviera en la parte sur de la isla, apartado e ignorado por las ninfas. Sabía que si intentaba escapar o merodear por la isla las ninfas, tiernas pero diestras en arquería, lo harían muñeco de prácticas. Así que Crixus, solo con la fuerza de sus brazos y un par de herramientas levantó su casa, roturó el fértil suelo de Knosos, sembró, juntó ganado, recogió la cosecha y, en definitiva, vivió como un campesino por veinticinco largos años. También, siguiendo los consejos de su padre, plantó vid silvestre cerca de la casa e hizo vino. Y, como no iba a tomarse semejante trabajo en balde, mataba la monotonía emborrachándose a dos cántaras.
No todo era aburrimiento, claro. Una ninfa le visitaba una vez al año, siempre con el comienzo de la primavera, y aquello era una buena forma de distracción. Más o menos buena. Primero Crixus esperaba con ansiedad la floración, luego ese sentimiento fue sustituido por un entusiasmo medianamente marcado, al final lo tomó por un hecho corriente y ahora ya le daba, en verdad, lo mismo.
Aquel día Crixus despertó, e incorporándose a medias en su camastro, extendió la mano hacia el ánfora y bebió un largo trago de vino. La bebida le ayudó a librarse de los restos de sueño y algo de la resaca del día anterior. Salió de la choza y se estiró al sol de la mañana, haciendo crujir sus articulaciones. Anduvo un rato por el sembrado arrancando malas hierbas, contó el ganado con los dedos para asegurarse de que estaba completo y masticó un poco de pan de centeno viejo.
Knosos estallaba de alegría por la llegada de la primavera, pero Crixus no se unía al júbilo reinante. Se movía con desgano entre tanta belleza: la cabeza le dolía y la gastritis no se aliviaba ya con leche de cabra. Era lógico que no se sintiese de humor para admirar el paisaje. Con paso lento regresó a la cabaña y al vino.
El sol se movió en el cielo, trepando hasta el cenit para resbalar después hacia el poniente. Crixus ya no bebía, ni entonaba canciones marineras con aliento de viñedo, sino que dormitaba con el ánfora casi vacía en las rodillas. Casi al anochecer, otra silueta humana rompió la natural asimetría del paisaje. Una figura grácil brotó de la espesura.
—¡Crixus! ¡Crixus!
El hombre no despertó.
—¡Crixus!
La ninfa se acercó a la cabaña. Con los tintes del atardecer su túnica blanca se teñía de naranjas y, a trasluz, dejaba ver un cuerpo de formas perfectas y sensuales.
—¿Crixus? —llamó la muchacha inclinándose sobre él, en tanto sus cabellos descendían por los hombros como una cascada de oros.
El hombre ni siquiera se movió.
—Despierta —susurró ella con voz suave, mientras su mano delicada acariciaba la mejilla de Crixus—. Ya es hora.
Crixus abrió los ojos y su primera visión fueron los senos de la doncella, apenas cubiertos, junto a su rostro. Ella se irguió y quedó mirándolo arrobada.
—Crixus, hoy es el día.
El hombre bostezó, recogiendo el ánfora de sus rodillas. La agitó, y los restos de vino gorgotearon por un momento en el fondo antes de perderse en su garganta.
—Vamos, Crixus.
Él intentó sonreír, pero solo logró una triste mueca.
— Ven mañana. Hoy no estoy de humor.
La muchacha se acercó aun más y posó la mano sobre el pelo ensortijado de Crixus. El vientre quedó a la altura de sus ojos, y el hombre aspiró el aroma que despedía su cuerpo: una fragancia suave, casi floral, suave y atrayente. Acariciándolo, la muchacha musitó.
—Sabes que tiene que ser hoy. Hoy es el día. Mañana será tarde para festejar la llegada de la primavera.
Crixus sintió como su cuerpo respondía por instinto. Casi sin darse cuenta levantó el brazo, rozando con su diestra callosa la entrepierna de la ninfa. Estaba suave y caliente. La piel de la doncella se erizó, tembló, mientras palpaba el cuello del hombre.
—¡Vamos, Crixus! —rogó.
Él se levantó y echó a andar tras la muchacha. Sus ojos estaban fijos en la cadera, que acunaba su mirada en cada paso. Ella de vez en cuando volvía el rostro y le sonreía, aunque el hombre ya no necesitaba más insinuaciones.
Ambos se internaron en la floresta en silencio, mientras a su alrededor el rumor del bosque los envolvía. El hombre sabía muy bien a donde iban; como cada vez durante aquellos veinticinco años irían a la orilla del río, a la piedra ceremonial de Artemis Cazadora. A bañarse en los primeros rayos lunares de la primavera. Crixus se secó el sudor de la frente, sin perder de vista el cuerpo frágil y sensual de la ninfa.
El trino del río ahogó los sonidos de la fronda, y las ondas de plata se adivinaban entre los troncos y el follaje de los matorrales. El bosque terminó, y la muchacha miró a Crixus, que asintió y se detuvo. Ella desnudó sus carnes perfectas, más hermosas y apetecibles aún que bajo la túnica. Con lentos movimientos penetró en la rivera y quedó allí, dejando que el agua fluyese sobre su piel para purificarla antes del ritual.
Crixus la miró permanecer inmóvil, respirando los aromas de la noche. Sí, era lo suficientemente hermosa como para dar envidia a la más encumbrada princesa griega. Y muy joven. No más de dieciséis años de pureza entre los bosques de Artemis, moldeando su cuerpo con el ejercicio y la caza.
La muchacha salió del agua, y su piel mojada brilló a la luz de la luna sobre sus cabellos pegados a la espalda. Le sonrió una vez más, pidiéndole paciencia, y avanzó hasta la piedra ceremonial. Cuando se tendió sobre ella su cuerpo quedó inclinado hacia el río, y sus piernas abiertas apuntaban a Crixus.
—Ven, estoy lista —su voz era ahora un susurro insinuante.
Crixus se acercó dominando sus pasiones, grabando en la memoria todos los detalles para rememorarlos en el próximo año de soledad. Avanzó hasta sentir en sus muslos el calor de los de ella, se inclinó olfateando de nuevo su fragancia y posó las manos encallecidas sobre sus caderas, con toda la suavidad que le permitían sus cuarenta y cuatro años. Dejó que sus dedos resbalasen sobre la piel pálida, avanzando milímetro a milímetro por sus costados, sus costillas, sus senos duros y redondeados, sus pezones que se dibujaban como una invitación, su pecho que oscilaba en agitada respiración, sus hombros mojados por el río, su cuello terso…
Crixus apoyó todo su peso sobre la garganta, apretando la tráquea con los pulgares. La ninfa comenzó a debatirse desesperada al sentir que el aire ya no llegaba a sus pulmones; pero el hombre, lejos de liberarla, oprimiendo con más fuerza. La doncella, en su agonía, posó sus uñas largas y agudas sobre la espalda de Crixus dejando ocho largos surcos. Sin embargo esto solo aceleró su muerte: el asesino, al sentirse herido, echó mano a sus últimas fuerzas a la par que gritaba una maldición. El debatir de ave de la muchacha se hizo débil, débil, débil, débil…
Crixus soltó la garganta llena de marcas y se incorporó. Le dolían los arañazos, le pesaban los brazos y sentía latiendo todos sus músculos, a flor de piel por el esfuerzo. Tomó el cadáver y llevando su carga comenzó a andar hacia un recodo más profundo del río, mascullando para sí mismo.
“Por Zeus… ya estoy muy viejo para estos menesteres… mis miembros no son tan fuertes como antes…”
El pelo largo y dorado de la ninfa se enredó en un matorral, pero Crixus lo liberó con un movimiento brusco. Entre las zarzas quedaron varios mechones de hebras de oro en señal de protesta.
“… ¿cada vez son más pesadas? ¿O yo soy más débil?…”
Junto a la ribera la dejó caer, y con un ruido sordo la cabeza de la doncella golpeó una roca tiñéndola de sangre. Gruesas gotas de sudor corrían desde la nuca hacia la espalda de Crixus, que las sentía como carbones sobre sus heridas.
“… ¡Qué se te niegue la entrada a los Campos Elíseos, maldita seas! Si vienes a sacrificarte por tu propia voluntad… ¿por qué me desollas entonces?…”
Empujó el cuerpo con el pie y quedó mirando como la corriente lo arrastraba hacia el reino de Poseidón, para ser pasto de peces.
Años atrás Crixus habría poseído el cadáver. Luego lo conservaría para su disfrute hasta que empezase a apestar, pero esta noche de primavera todo lo que Crixus deseaba era regresar a su cabaña y vaciar un ánfora, a la salud de la Triple Diosa.
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