En nombre de las ciencias sociales

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Álex Padrón & Jack London

(Explicación relevante: este cuento parte de un ejercicio de Taller 9, en que tiene que usarse un fragmento de un texto fijo de un escritor universal y construir a partir de ahí una historia. Jack London y yo nos emparejamos para escribir este relato de lo fantástico).

La primera impresión que me causó el señor T, petulante y autosuficiente en la alberca sucia de propios méritos, no fue para nada favorable. Como vivo convencido que no hay segundas oportunidades de causar primeras buenas impresiones, mentalmente le colgué el cartel de charlatán a su recuerdo. Solo quedaba esperar que algo mucho más interesante desplazase ese encuentro aciago de mi memoria, y que ese ser detestable descendiese al abismo de olvido.

Pero no era mi destino no volver a verlo. El interés que mi padre sentía desde hacía poco por la sociología, y las comidas que daba regularmente, excluían esta eventualidad. Papá no era sociólogo: su especialidad científica era la física y sus investigaciones de esta rama habían sido fructuosas. Su matrimonio lo había hecho perfectamente dichoso; pero después de la muerte de mi madre, sus trabajos no pudieron llenar el vacío. Se ocupó de filosofía con un interés al comienzo indeciso y moderado, luego creciente de día en día; se sintió atraído por la economía política y por las ciencias sociales, y como poseía un sentimiento de justicia muy vivo, no tardó en apasionarse por el enderezamiento de entuertos. 

Así, en contra de mi voluntad, hube de frecuentar los mismos círculos que ese payaso presuntuoso. Su labia, repleta de sentencias vacías, carente de demostraciones científicas, era para mí una copa de bilis. Sin embargo, mi anciano padre lo contemplaba con verdadera devoción, tan así que las conversaciones de salón se trasladaron a mi propia casa. ¿La razón? La invalidez parcial de mi progenitor dificultaba desplazarnos a diario a los salones de la ciudad, en tanto que su pecunia bastaba sobradamente para el mecenazgo de las charlas y la largueza de los ágapes.

Bastante tenía que sufrir la perorata del señor T cada noche para que, de añadidura, mi padre buscase una y otra vez mi opinión de escéptico reticente. La hora de su baño de asiento, el desayuno, las visitas a doctor y hasta el momento de vaciar la barcina dejaron de ser nuestras: el señor T, como fantasma, hablaba desde su lengua emitiendo juicio morales —moralistas, yo diría— y toda suerte de embustes mal fundamentados desde cualquier punto de las ciencias naturales.

No me malinterpreten: a mi criterio, el señor T era un sociólogo experto. Pero su área de competencia se limitaba a embaucar a caballeros ancianos, solventes y baldados como mi padre; envenenando sus mentes cansadas y aflojando las cintas de sus libretas de cheques ante la mirada atónita de sus airados herederos.

Dada mi animadversión inicial, cualquier reproche sobre el actuar y las intenciones del señor T caían en saco vacío en el mejor de los casos. Más a menudo, se tornaban amargas reprimendas hacia mi persona y decepción por haber criado a un vástago tan desconfiado de la verdadera naturaleza de la investigación científica.

Así las cosas, una tarde antes de sus diatribas procuré quedarme a solas en la habitación con el señor T. Él sonrió y se deshizo de elogios hacia mi padre y su sentido humanista. Por mi parte, le manifesté sin tapujos mi desagrado a su influencia sobre la mentalidad de anciano, obsesionado ahora con tomar la justicia como un deber ciudadano. El señor T contraatacó, exponiendo que la corrupción de la sociedad no puede dejarse en las mismas manos de los corruptos, y sus argumentos terminaron en encendidas arengas, casi insultos.

Con un suspiro, tomé entonces el camino que tanto me había implorado mi padre. Salté las trabas de mi programación y pasé a modo de combate, ante la mirada atónita y aterrorizada del señor T. Con mano temblorosa, él extrajo una Derringer del bolsillo interior de su chaqueta. Pero, por supuesto, el plomo se aplastó inútil contra mi carcasa de titanio. Segundos más tarde, toda la física que mi padre había atornillado a mi cuerpo fueron más convincentes que su sociología de feriante.

Mi padre y su retorcido sentido de justicia. Pero, en un final, el señor T era un entuerto que había que enderezar. Atraerlo a nuestra casa aislada y silenciarle para que dejara de agitar a la plebe era lo mejor, en nombre de las ciencias sociales.


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