Siniestro

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Álex Padrón, Silvia Scheinkman & Sergio Gaut vel Hartman

Soy de los autores que disfruta interactuando y contrastando mi forma de escribir con otros colegas. Siempre se aprende mucho cuando las imaginaciones se potencian y entremezclan, como sucedió en este cuento a 6 manos con otros dos autores de Taller 9, de Sergio Gaut vel Hartman.

Caminó por el borde la autopista, aunque en rigor a la verdad habría que decir que se tambaleó como si estuviera borracho. Se sentía más fatigado y nervioso que en ningún otro momento desde que su auto chocara contra un extraño bulto que estalló al entrar en contacto con el vehículo. ¿Un animal? ¿Un vegetal? ¿Un artefacto? Pese a la tórrida humareda que se había alzado a su alrededor, sintió un gélido estremecimiento, lo que lo exasperó aún más; experimentaba la acción de unos escalpelos invisibles que le rasgaban los tejidos y exponían sus órganos a la irritante podredumbre que lo cercaba. La ropa se le había pegado al cuerpo como si se hubiera metido en el mar sin desvestirse. No obstante, y aunque suene paradójico, comenzaba a someterlo un extraño optimismo, algo que solo podía interpretarse como que estaba alucinando. Consideró que esa sensación de euforia era el primer síntoma de envenenamiento con una sustancia tóxica. ¿Y si lo que había embestido era un tubo de fosgeno o sarín? Una vez más, hizo señas a los coches que pasaban a su lado, envueltos en la más profunda oscuridad, pero ninguno de ellos mostró el menor indicio de haberlo visto.

Debía tener cuidado, podían atropellarlo si no lo veían. El mareo y la sensación de euforia iban en aumento y ya no sabía si era por algo que hubiera respirado o si lo que había bebido en la fiesta era suficiente para dejarlo así. Ni siquiera sabía cuándo ni cómo se había bajado del auto. Recordó vagamente las luces que venían de frente y el giro que dio al volante en un acto reflejo, y llegar así al otro lado del guarda raíl. Por poco…

¿Le habrían puesto algo a la bebida? Para Genaro y todos sus secuaces en la empresa hubiera sido la ocasión perfecta para sacarlo a él de la comisión directiva. Si el gerente lo veía en ese estado, lo destituiría de inmediato. Lo mejor que podía hacer era lo que había hecho: retirarse del festejo con alguna apariencia de sobriedad todavía.

Creyó haber visto a Genaro y alguien más salir atrás suyo y subirse a un auto azul, pero no podía confiar mucho en sus sentidos.

Y este mareo… Aunque la sensación era agradable, le molestaba no poder recordar con precisión qué era lo que había pasado.

¿Lo habían seguido? Sí, eso era. Cuando se dio cuenta de que el auto azul venía detrás de él, había acelerado y sin saber cómo cambió de carril. Por eso es que otras luces lo encandilaron de frente, pero pudo salvarse gracias a sus reflejos. Cuando frenó, respiró hondo y bajó del coche. Entonces el auto azul aceleró y fue cuando sintió el estallido. Luego, la humareda, el frío repentino que lo estremecía y la sensación de esos escalpelos invisibles rasgando su carne y dejando que sus órganos entraran en contacto con la basura que circundaba a la autopista. Su sangre le pegaba la ropa al cuerpo como si hubiera entrado al mar vestido. ¿Por qué las sensaciones se repetían en un ciclo viscoso, como si estuviera enredado en una maraña de hilos de caucho? ¿El estallido había sido anterior o posterior a la colisión? ¿El auto azul no era el Ford Fusión de Arcuri? ¿Y si lo que había embestido era un tubo de fosgeno o gas sarín? Recordó que el sarín había sido usado por el grupo terrorista Aum Shinrikyo en Tokio, en el atentado de 1995. ¿Lo recordó? ¿Acaso lo sabía? Nunca había oído hablar de ese atentado. ¿Estaba sangrando? ¡Eran los escalpelos que lo estaban cortando!

Sacudió la cabeza, tratando de espantar las alucinaciones, con más éxito del que había esperado. Olvidó a Tokio, al sarín, a los escalpelos. Su ropa seguía adherida, pero no era por efecto de la sangre. Era su sudor lo que la pegaba, tan profuso como si hubiera salido del mar en aquel mismo instante. Al menos, era igual de salado, como pudo comprobar cuando un hilo se le coló en el labio inferior. Un hilo tan constante y definido como una línea de caucho. Transpiraba, aunque seguía tiritando bajo un frío atroz. ¿Quizás debido al efecto del sudor evaporándose en las volutas de humo? Meneó la cabeza una vez más, pero la neblina negra no se fue junto con las visiones. Tan solo era rota por los faros de los autos que pasaban junto a él sin verlo, como si fuese un fantasma.

Caminó por el borde de la autopista, tambaleándose en dirección contraria, tratando de ubicar en la oscuridad las luces de su propio coche. Hizo el esfuerzo por recordar si las había dejado encendidas, pero todo lo que pudo sacar en claro era que no tenía las llaves en la mano. Podía haberlas dejado en la ignición. O perderlas en su andar borracho. Iba a ser muy difícil encontrarlas en el borde del camino. Era de noche, estaba alucinando y el humo no le permitía ver nada. Afortunadamente, un conductor piadoso debió avistarlo. Dos focos halógenos rasgaron el velo de la niebla negra y espantaron la oscuridad. Por desgracia, el chirrido de los frenos le anunció que tal vez le habían visto demasiado tarde. Levantó las manos para amortiguar el golpe, gritó para alertar al que estaba detrás del volante. Pero no pudo evitar el estallar en una niebla negra, al recibir de lleno el impacto del vehículo.

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2 comentarios en “Siniestro”

    1. Por eso, yo ni me molesté en aprender a conducir. Me fascinan las motos, pero el auto y la posibilidad de sesgar una vida en un punto ciego me aterra. Me siento más cómodo sabiendo que yo soy la carrocería del vehículo, me mantengo más alerta si sé que en un accidente seré el mayor afectado.

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