Red atípica

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Este relato resultó ganador del 1er premio en la
categoría de CF en el concurso Oscar Hurtado 2023

El Señor Pus sudaba a chorros y temblaba entre arqueada y arqueada. Yo estaba allí sentado, inmerso en la NET, intentando sin demasiado éxito pasar del jerbo. Me cortaba la inspiración. Traté de mantener mis sentidos alertas sobre la brecha en el hielo de grado militar, mientras le dirigía un cumplido al calvo flacucho lleno de tatuajes.

—Agradecemos su sacrificio, Señor P.

—Y una mierda —dijo, y su réplica se cortó por otra violenta deposición sobre la papelera—. Ese puto cortafuego te va a costar un extra, pelacebollas. No me interesa quienes te cubran las espaldas: o pagas, o el próximo hielo te lo vas a comer tú solito.

Sin darle importancia al asunto, extendí mi muñeca y desbloqueé el chip de pago. El Señor P apoyó la suya y ejecutó una transacción que no me tomé el trabajo de monitorizar. Total: a mí también me iban a forrar, luego de la intrusión. Lo que tenía en la línea bancaria eran solo los gastos de operación, y mi acompañante era el mejor en lo suyo y los valía. Bueno, puede que hubiera alguien con un patrón cerebral más resonante con los hielos negros, pero no lo tenía a mi lado aquí y ahora para servirme de escudo, así que había que plegarse a los deseos del Señor Pus. Y, además, darle las gracias, haciendo caravanas.

El encargo del Colectivo era el más complejo que había ejecutado hasta el momento como pelacebollas, quizá también el más peligroso. Pero la cosa iba marchando: capa a capa mis info-gusanos estaban horadando las protecciones del nicho de información. Que no eran pocas, pero no podían ser infinitas. Este era el paso limitante de la operación y tomaría lo que fuese necesario. Mientras, yo tenía que ganar tiempo bloqueando las alarmas y el Señor Pus me cubría el culo, asimilando las descargas neurodisruptoras de los hielos antes que me frieran el cerebro. Nada del otro viernes, si no fuese porque la pared del núcleo parecía no tener fin. Sin algo mejor que hacer de momento, subvocalicé al exterior.

—¿Cómo va todo por allá afuera, Dos?

—Aguantamos, aguantamos —gruñó el vozarrón de mi jefe de escuadra de apoyo, con un tableteo de ametralladora pesada como ruido de fondo—. Pero los saneadores cada vez son más frecuentes y andan mejor artillados. Yo que tú agilizaba las cosas, si no quieres la prima que pagan por ti sea tan alta que mis chicos decidan que es preferible entregarte que defenderte.

—Confío que, para cuando eso pase, ya me habré ido a toda pastilla.

—Más te vale. Y te dejo: viene otra oleada.

Regresé mi concentración al abrazo de la NET. El trabajo estaba en marcha y no había moros en la costa, así que decidí echar otra ojeada al Señor P. El flaco tenía mejor semblante y estaba hojeando con interés una revista antigua, volteando las páginas con sumo cuidado para que no se deshicieran. Los trozos en el suelo evidenciaban que no lo había logrado en todos los casos. Pero, aun así, el magazine conservaba cierto aire precario de integridad estructural. «Juventud Técnica» decía la portada, en letras rojas.

—¿Algo digno de leer?

—Material humorístico, diría yo. Grandes elogios para la inteligencia artificial. Vaya atajo de ingenuos que eran nuestros ancestros planificando su futuro.   

—Bueno, digamos que ellas superaron varias veces sus expectativas, aunque no en el mejor sentido. Por suerte, las pudimos neutralizar a tiempo. Y ahora, ven acá: hemos llegado al centro del núcleo.

El Señor Pus suspiró, se limpió la boca con un trapo y puso la malla de trodos sobre su cabeza. Al momento lo sentí junto a mi avatar, envolviéndome como una bandera a un héroe. En cierta forma, se podía decir que envidiaba la suerte de los resonantes: no tenían que sacar cabalgar la NET, ni saber un carajo de las capas de cebolla de los núcleos de información, ni domar los info-gusanos. No tenían que aprender un cuerno, ni desarrollar reflejos de acero como nosotros, ni meterse miles de drogas e implantes para —con mucha suerte— equipararse a los equipos de defensa de los Corporados. Mientras nos hacíamos sobre el yunque, ellos simplemente nacían así. Y eran raros de a cojones: uno en un montón de millones. La mayoría de las veces, ni siquiera se enteraban en su puta vida de que tenían ese gen que hacía que su cerebro no se pudiera freír.

Claro está, tampoco escoltar a un pelacebollas es ir de rositas, sino como ser el acompañante de un paciente de cáncer y recibir la radioterapia en su lugar. No obstante, los pocos que se conocían cobraban sus minutos en pasta gansa, así que tenían la vida hecha. ¡Diablos! Incluso cuando un saneador se topaba con una pareja de intrusión de alto nivel, mataban al pelacebollas, pero se cuidaban mucho de tocar al resonador. Las Corporaciones se peleaban por ellos, aunque aún no podían entender por qué los hielos negros no los fundían.

Y el que teníamos delante, era el padre de todos los hielos. Los sensores estaban fuera de escala y la pared reverberaba como un océano batido por un tifón. Era inmenso, inconmensurable, imposible… pero el Señor Pus no se dejó amedrentar: se hizo una burbuja a mi alrededor y avanzó hacia la barrera. «Al mal trago, darle prisa», lo sentí sentenciar por nuestro canal de subvocalización, cortando de raíz mis tímidas protestas. Por supuesto, atravesarlo costó nada más que tres latidos de corazón. Pero fueron los más largos de mi vida.

Entré al núcleo y repliqué todos los datos que pude, en los microsegundos que el Señor Pus me podía regalar. Lo divisaba como una mancha blanquecina en la pared del hielo negro, con bordes temblorosos por el esfuerzo de contener la disrupción neural. No, este tipo no era un resonador cualquiera: era el más duro con el que haya trabajado jamás. Vaya usted a saber información sobre qué el Colectivo me ha hecho pelar, si las Corporaciones están dispuestas a defenderla así. Mejor ni enterarme: solo hundo mis redes en el flujo de datos y dejo que se llenen a plena capacidad. Señor Pus, por su madre o lo que más quiera, resista un poquito más y nos forramos.

Pero este flujo de datos no se comporta como si quisiera quedarse dentro del núcleo. De hecho, entra tan rápido en mis redes que arrastra mi avatar y me veo obligado a soltarlas, pese a las compresiones que estoy aplicando. El flujo decide que mis esfuerzos no son suficientes y se lanza a toda carga contra el Señor Pus, horadando el centro de la mancha. Siento su grito desesperado en el canal de vocalización y decido que ya hemos tenido suficiente: escapo lanzándome sobre él y lo envuelvo en torno a mí como un estandarte, sufriendo juntos los tres latidos de corazón que nos cuesta abandonar el hielo negro. Mientras regresamos a la realidad, veo cómo los equipos de defensa de los Corporados pasan de nosotros y se concentran en contener el loco flujo de datos, que sigue escapando del agujero que hemos dejado en el hielo como si fuese el helio de un globo.

Me arranco la malla de trodos de las sienes y tengo la terrible certeza de que el mar embravecido por un tifón que pusieron antes nosotros no era una caja fuerte. Era una prisión. De una IA proscrita, seguro. Tendré que desechar todo mi equipo, volver a entrenar los gusanos y desaparecerme de la NET el tiempo suficiente para que se me quite el olor a datos corruptos. Eso, en el caso de que pueda.

Porque el Señor Pus suda a chorros y tiembla, pero no tiene náuseas.  En lugar de inclinarse sobre la papelera, me mira con una sonrisa sardónica. Mientras, reordena una red neuronal que nada puede freír, con los ojos llenos de sabiduría ancestral, mientras musita:

«Y el Verbo se hizo carne». 

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