El espíritu de la perversidad

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Edgar A. Poe  & Alexander Padrón

(Explicación relevante: este cuento parte de un ejercicio de Taller 9, en que tiene que usarse un fragmento de un texto fijo de un escritor universal y construir a partir de ahí una historia. Para mi beneplácito, me tocó Poe)

Presidente interino: Explicar los eventos que llevaron a don Enrique Rivera a cometer crímenes tan deleznables se hace harto difícil. Todos los aquí presentes lo conocimos y amamos en su perfección: como miembro de honor y presidente vitalicio de nuestra ilustre logia, solo el abrumador peso de las pruebas acumuladas en su contra nos obliga a reconocer, con horror, su participación en los hechos que se le imputan.

Yo mismo, más de una vez, tuve la oportunidad de realizar las mediciones correspondientes y comprobar la perfección que rodeaba toda el aura de don Enrique. Muy oculto tendría que estar ese deseo reprimido, o muy fuerte habría de ser su voluntad, para que no se manifestase físicamente en la orografía de su cráneo, dando indicios de lo que después acaeció.

Podría admitir que mi fascinación por las proporciones perfectas de sus augustos rasgos hiciera que, sin desearlo ni quererlo, pasara por alto algún aspecto discordante en lo relacionado con su personalidad. Pero dado que el presidente Rivera fue inspeccionado a la saciedad por muchos otros miembros ilustres de nuestra congregación, con iguales avales y experiencia que la mía propia y la meticulosidad comprobada del método científico, tal afirmación implicaría denigrar a todos los presentes. Al mismo tiempo, a todo el andamiaje teórico expuesto por nuestro padre fundador George Combe, demostrado de forma fehaciente por más de media centuria.

Entonces, solo me queda intentar adivinar sus motivaciones ocultas recurriendo a la parapsicología y la metafísica, línea de pensamiento que pongo a consideración de esta audiencia:

La inducción a posteriori hubiera llevado a la frenología a admitir, como principio innato y primitivo de la acción humana, algo paradójico que podemos llamar perversidad, a falta de un término más característico. En el sentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos, podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. 

Me temo entonces que este principio —animal, irracional y discorde con la naturaleza y espíritu de nuestra organización— estuvo implicado en las motivaciones que compulsaron las repudiables acciones de don Enrique. Más aún, me atrevería a ir más allá y adivinar un arranque inusitado de ese deseo primordial en forma de alguna entidad de naturaleza mística, venida de planos astrales: solo semejante fuerza hubiese sido capaz de doblegar la férrea voluntad del que fuese hasta hace pocos días el paladín de la perfección y nuestro amado presidente.

Tras profundas cavilaciones y consultas con reconocidos expertos sobre el tema, no queda otro remedio que alertarles, queridos colegas, sobre la posibilidad de que nos enfrentemos a los embates de algo que nos era desconocido en nuestra búsqueda de la excelencia y que puede dar al traste con todos nuestros esfuerzos y sacrificios para alcanzar el pináculo más alto de la raza humana. Quiero advertirles entonces de esta abominación, a la que he dado por bautizar el Espíritu de la Perversidad, a falta de mejor calificativo…

Neófito 1, susurrando: Pero ¿vos sabés qué vaina fue lo que hizo don Enrique?

Neófito 2: Me han dicho que dejó a su mujer y se fue a la selva con una mapuche.

Neófito 1: ¡No jodás! ¿Él, que tanto decía de adelantar la especie?

Neófito 2, encogiéndose de hombros: Al parecer, la india estaba bien buena.   


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