Zacarías Zurita, Joyce Barker & Álex Padrón
(Cuento a seis manos publicado originalmente en Taller 9, de Sergio Gaut vel Hartman)
Rogelio tenía el corazón golpeándole las costillas, casi a punto de salir por la boca. Su nerviosismo y desesperación se exteriorizaban en el sudor que hacía brillar su frente. Sus ojos abiertos, desorbitados, parecían dos focos apuntando a la nada. Luego llegó la asfixia, y temió morir boqueando por oxígeno. No había más alternativa que arrojarse por el mirador que tenía a sus espaldas.
—¡Si te acercas, me lanzo! ¡Te juro que lo hago! ¡Me conoces, soy capaz de hacerlo! ¡Me conoces, y muy bien! —gritó a todo pulmón, con una mano en la baranda y la otra haciendo aspavientos.
Todos los que se encontraban allí quedaron descolocados.
—Señor, ¿qué le sucede? ¿Podemos ayudarlo? —dijo un cortés desconocido, que buscaba entre la multitud a alguien que pudiese reconocer como un persecutor—. ¿Quién le persigue?
—Perdón, ¿de qué habla? —Rogelio respondió extrañado, mirando a todos lados, con la respiración más calmada y ojos parpadeantes, más sorprendidos que temerosos.
—La persona que lo sigue.
—¿Quién? ¿Qué hago acá? —volteó a ver a sus espaldas el vacío y luego a la curiosa multitud que se había aglomerado en frente suyo—. Debo volver. Ella espera, no puedo dejarla sola —agregó, preocupado.
Rogelio se limpió el sudor con un viejo pañuelo de tela que guardaba en el bolsillo del pantalón; y serpenteó entre la gente sin decir nada más. La multitud, atónita, se encogió de hombros y empezó a dispersarse.
El hombre bajó por el pasaje que le llevaba al centro de la ciudad, mirando de tanto en tanto hacia atrás. No, nadie lo seguía, ni fantasmas ni paparazzi, pero aún no se libraba por completo de la inquietud. Cuando se encontró frente a la avenida principal, no supo hacia dónde dirigirse, tal como no sabía antes de quién huía ni por qué.
“Vamos: concéntrate, Rogelio”, se dijo, cerrando los ojos y rebuscando algún recuerdo que lo orientara. Parpadeó varias veces y se apretó las sienes: todo en vano. “Vamos: concéntrate, Rogelio”, repitió, esta vez dándose un puñetazo en la cabeza.
Al abrir los ojos, todo era distinto, menos nítido ante sus sentidos. Más familiar pero atemorizante, y el recuerdo de su ataque de pánico anterior retornó como un déjà vu. El olor a mar revuelto antes de la lluvia, una palmera y el frío viento, le hicieron pensar que estaba cerca del puerto.
“Por amor de Dios, Rogelio. Concéntrate”, repitió.
—Dobla a la derecha —sonó una voz masculina en su cabeza— y avanza dos cuadras; luego…
—¡Tú! —interrumpió Rogelio— ¡Por tus jueguitos siniestros hice el ridículo otra vez! Creo que es suficiente. ¿No te cansas nunca? Yo no puedo seguir, terminarás volviéndome loco. ¿Cuántos años ya? ¡Mira cómo me dejas! Ahora estoy atrasado y tú sabes que ella no puede cuidarse sola. El juego fue demasiado largo esta vez, y ¡te ensañaste!
—Relájate, forma parte del proceso. Además, nadie vio nada.
—¡Nadie más que yo puede ver el juego, tarado!— Rogelio trató de recuperar la compostura, acomodando la sudada camisa dentro del pantalón—. ¡Casi me da un infarto esta vez! Te lo digo en serio: renuncio. Ya no es gracioso.
—¡Qué penita! —respondió burlona la voz—. Imposible que renuncies ahora.
—El contrato dice que puedo anularlo cuando quiera.
—El contrato dice que solo tus padres pueden hacerlo.
—Y que si morían, yo podría anularlo también. Y hace años que son polvo.
—¿Qué quieres que te diga? Pero ¡deja de lloriquear, hombre! Sabes que me pongo sentimental. Bú, bú, bú…
—No seas cínico. Esta vez voy en serio. Mañana mismo llamo a mis abogados: tengo que terminar con este martirio.
—¿Martirio? ¡Si es solo un juego! No seas malagradecido. Tus padres invirtieron demasiado en esto y, además, no tratamos bien a los desertores.
Mientras la voz intentaba convencerlo, un grupo de enormes mariposas con la cara de Rogelio revoloteaba a su alrededor, recitando a coro la creciente cantidad de “me importas” que el último juego había generado. Rogelio, acostumbrado, las ignoró.
—¿Ves cuántos quisieran estar en tu lugar? —continuó la voz—. Pero está bien: mañana nos reuniremos si quieres, aunque te aconsejo que sigas jugando. ¿Acaso no me echas de menos cuando no estoy contigo? ¿Quieres perder todo lo que has logrado?
—Y una mierda —ripostó Rogelio, moviendo el conmutador de apagado en el dispositivo tras su oreja. Al hacerlo, la voz se marchó, y con ella, todo el velo de realidad aumentada que distorsionaba el mundo de verdad.
Llegar a casa fue ahora una tarea rutinaria: un par de estaciones de tranvía bajo las gotas de agua helada de la llovizna, una centena de pasos, el dedo sobre la cerradura biométrica, un portazo. Paula, aliviada, corrió a recibirle, y luego de comprobar que el hombre estaba en una pieza, se dedicó a protestar con ladridos airados por el largo abandono.
Rogelio puso en el tazón una cantidad de galletas suficiente para calmar a la mascota por un rato; puso su propia ración congelada en el regenerador y se lavó la cara en el fregadero mientras se rehidrataba la cena. Luego, se sentó frente al televisor, cuchara en ristre. La pantalla le mostró las escenas más destacadas del día, sin que él lo pidiese. Luego, escupió un montón de estadísticas de las regalías de sus millones de seguidores a lo largo y ancho del planeta, derivadas de la última sesión de juego y la venta de sus avatares.
Definitivamente, era mucho más interesante para él encontrar los pocos trozos de carne rehidratada de su fuente de fideos que descubrir cuán millonario era. En definitiva, nunca podría tocar un crédito de su jugosa cuenta hasta que completara el juego. A este paso, no estaba seguro de sobrevivir en una pieza. O estar cuerdo… que no es lo mismo, pero es igual.
Aún podía renunciar a la fama, los seguidores, al juego, a los millones. Estaba decidido: eso haría mañana. “Cualquier cosa es mejor que esta vida de mierda”, concluyó, con la felicidad de haber encontrado un jugoso pedazo de carne en el plato.
Mientras este pasaba por su garganta, el conmutador tras la oreja brilló en azul y Rogelio dio un respingo, atrapado en el juego sin previo aviso. El trozo de carne se le atoró en la tráquea, bloqueando el aire hacia sus pulmones.
Como Paula no sabía hacer la maniobra de Heimlich, Rogelio comenzó a morir boqueando por oxígeno. Lo curioso era que la televisión ya transmitía la noticia de última hora de su repentina muerte accidental.
“El Juego no trata bien a los desertores”, repitió lapidaria la voz masculina en la mente de Rogelio. En tanto, Paula intentaba infructuosamente reanimarlo a lametones.
Se había quedado con hambre.
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